Zeynep estaba en la cocina; el aroma del café recién hecho llenaba el ambiente. Movía lentamente la cuchara dentro de la taza, observando cómo el vapor subía en espirales. La mañana estaba tranquila, demasiado tranquila.
De pronto, escuchó la puerta abrirse.
El sonido metálico del picaporte rompió el silencio y ella se quedó inmóvil, con la cuchara aún en la mano, esperando a ver quién era.
—¿Quién…? —susurró, aunque no se atrevió a asomarse todavía.
Unos pasos firmes se escucharon acercándose. Entonces, apareció Kerim.
Él la miró con esa mezcla de serenidad y cansancio que lo caracterizaba.
—Hola —dijo él con voz baja.
Zeynep sintió cómo el corazón le dio un salto en el pecho. Trató de disimular, forzando una sonrisa.
—Hola, Kerim —respondió ella, nerviosa, sin saber muy bien dónde colocar las manos.
Por un instante, ambos se quedaron en silencio, solo cruzando miradas. El aire parecía detenerse entre los dos.
Kerim se acercó despacio, arrastró una silla y se sentó frente a la mesa.