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Capítulo 2 – La primera herida

 

El reloj marcaba las once de la noche, y la suite nupcial se mantenía en completo silencio.

Las velas se habían consumido poco a poco, dejando tras de sí un aroma tenue a cera derretida.

Zeynep, aún con el vestido de novia, caminaba de un lado a otro frente a la cama decorada con pétalos de rosas.

Había pasado más de una hora desde que Kerim le pidió que entrara primero.

Ella había esperado con paciencia, con una sonrisa tímida pintada en los labios, imaginando que quizás él quería darle alguna sorpresa.

Pero la espera se volvió interminable, y la sonrisa comenzó a desvanecerse.

Finalmente, tomó el teléfono del buró y llamó a recepción.

—¿Aló? Buenas noches… quería preguntar si el señor Kerim sigue en el salón —preguntó con voz suave, tratando de sonar tranquila.

Al otro lado de la línea, la voz del recepcionista fue clara y directa:

—No, señora. El señor Kerim salió del hotel hace un buen rato. No indicó a dónde se dirigía.

El corazón de Zeynep se detuvo un instante. Sus labios se entreabrieron, pero no pronunció palabra.

Se quedó en silencio, apretando con fuerza el auricular.

—Está bien… gracias —murmuró al fin.

Colgó el teléfono con manos temblorosas.

El eco de aquella respuesta retumbaba en su mente: “salió del hotel”.

Con pasos rápidos salió de la habitación y bajó al gran salón.

El lugar estaba desierto, las mesas vacías y los manteles recogidos. El esplendor de la boda había desaparecido, y solo quedaba el eco de la música en su memoria.

Zeynep miró a su alrededor, con los ojos empañados. Una lágrima se deslizó por su mejilla.

Respiró hondo, como intentando darse fuerzas, y regresó a la suite.

Allí lo esperó.

Sentada en la cama, abrazando sus rodillas, con el corazón palpitando entre la ilusión y el miedo.

Esperó hasta que el cansancio la venció.

Esperó hasta que el amanecer bañó de luz la habitación.

Pero Kerim nunca volvió.

Unos golpes suaves en la puerta la despertaron de un sueño ligero y angustiado.

Zeynep se levantó de inmediato, con la esperanza renaciendo en su pecho.

Debe ser él.

Abrió la puerta con rapidez, pero la sonrisa que intentaba dibujar en su rostro se borró al instante.

Frente a ella no estaba Kerim, sino un empleado del hotel, quien sostenía un sobre blanco.

—Buenos días, señora —dijo con respeto, entregándole la carta.

Zeynep lo tomó con manos inseguras, asintió sin poder hablar y cerró la puerta.

Se sentó en la cama, mirando el sobre como si pesara una eternidad.

Finalmente, lo abrió. Dentro había unas pocas líneas escritas con la letra firme de Kerim.

“Zeynep, espero y puedas perdonarme, pero no te amo.

Solo me casé contigo para complacer a mis padres.

Te pido que no hagas un escándalo de esto ni los pongas en vergüenza.

En la mesita te dejé una tarjeta de crédito para que vivas como una reina.

No quiero que te falte nada, pero yo no puedo ser tu esposo.

Te suplico que no digas nada a mis padres.

Me he ido para terminar mi carrera y no pienso volver.”

—Kerim.

Las manos de Zeynep temblaban. Sus ojos recorrían las palabras una y otra vez, sin poder creerlas.

Cada línea era un golpe directo a su corazón.

La carta se deslizó de entre sus dedos y cayó al suelo.

El sueño de aquella joven que juró conquistar a su esposo se desmoronaba antes siquiera de empezar.

Con un suspiro quebrado, Zeynep cubrió su rostro con las manos.

No sabía si llorar, gritar o simplemente rendirse.

Lo único que tenía claro era que, aunque Kerim había decidido marcharse… ella no estaba dispuesta a renunciar tan fácilmente.

Zeynep leyó la carta una última vez, sus ojos empañados por las lágrimas que se negaba a soltar.

De pronto, la desesperación se transformó en un grito ahogado.

Sus manos rasgaron el papel con furia, destrozándolo en pedazos que cayeron como cenizas al suelo.

Con la respiración agitada, tomó una copa de la mesa y la arrojó con fuerza contra el espejo que había frente a la cama.

El cristal se quebró en mil pedazos, reflejando su rostro descompuesto en fragmentos rotos.

—¡Te juro, Kerim, que te arrepentirás de esto! —gritó con la voz quebrada, el pecho ardiendo de rabia.

Una risa amarga escapó de sus labios entre sollozos.

Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y murmuró con ironía:

—Y no te preocupes… no diré nada. Disfruta de tu viaje, querido esposo.

Se dejó caer en la cama, rodeada de cristales y papeles rotos, con la mirada fija en el techo.

El dolor seguía allí, lacerante, pero dentro de sus ojos comenzaba a encenderse una chispa: la promesa silenciosa de que aquella historia no quedaría así.

Después de un rato, Zeynep se incorporó lentamente. Sus lágrimas ya se habían secado en sus mejillas, aunque sus ojos aún estaban rojos. Con un suspiro profundo, se quitó el vestido de novia y se puso algo más ligero, intentando dejar atrás el peso de aquella noche. Doblando con cuidado el vestido, lo colocó sobre la cama, como si fuera un recuerdo que no quería volver a tocar.

Recogió sus cosas apresuradamente, evitando mirar los pedazos de espejo roto en el suelo. “Tengo que pensar qué les diré a mis suegros”, murmuró para sí, con un nudo en la garganta. No podía llegar con la verdad, no podía revelar la traición de Kerim. No ahora.

Al salir del hotel, pidió un taxi. El trayecto hacia la mansión se sintió eterno; el corazón le latía con fuerza y sus pensamientos iban y venían, buscando excusas, inventando posibles respuestas para las preguntas que la esperarían.

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