Al llegar, las dos hermanas caminaron por las calles empedradas. El olor salino del mar se mezclaba con el dulzor del pan recién horneado de la panadería de la esquina. Cada casa, cada grieta en el pavimento, era un ancla que tiraba de Zeynep a un tiempo más apacible, antes de que el dolor y el engaño definieran su vida.
Se dirigieron a un pequeño acantilado con vistas al mar, donde solían sentarse a soñar cuando eran niñas. La brisa marina agitaba el cabello de Zeynep, y por primera vez en días, sentía que podía respirar.
Emma extendió una manta en el pasto y se acostaron, observando el horizonte gris. Estuvieron en silencio durante un largo rato, dejando que la tranquilidad del pueblo sanara las heridas superficiales.
—Parece que fue ayer cuando te dije que serías una gran diseñadora de viajes y yo sería una abogada famosa —murmuró Emma, sonriendo melancólicamente.
—Éramos tan ingenuas —respondió Zeynep.
Después de una larga conversación sobre recuerdos de infancia, risas compartida