Zeynep se despertó antes de que la primera luz del amanecer pudiera penetrar la gruesa cortina de la habitación de huéspedes. Había dormido apenas tres horas, interrumpida por el recuerdo del rostro de Carlos. La cama contigua, destinada a Evan, estaba vacía; lo había dejado en su cuna, custodiado por la empleada nocturna. Kerim estaba en su propio encierro, en la habitación principal.
Esa mañana, Zeynep solo quería una cosa: huir. No de Kerim, sino de las paredes de la mansión Seller, que ahora se sentían como las fauces de una trampa.
Salió de la habitación sigilosamente y condujo hasta el pequeño cuarto de su hermana, Emme. Al entrar, la vio allí tendiendo la cama.
—Necesito salir de aquí, Emme —le había suplicado—. Necesito ir al pueblo. Necesito aire.
Emme, sin preguntar, se vistió y ambas salieron de la mansión. Apenas Zeynep llegó, se subieron al coche que estaba destinado para Zeynep; el chofer las llevaría. Su destino inevitable era el pequeño pueblo costero donde habían crec