El pequeño coche de Emme se detuvo frente a la casa de la infancia. Era una estructura modesta, de colores desvanecidos por el sol y la brisa marina, un mundo aparte del mármol y el cristal de la mansión Seller .
Emme abrió la puerta de madera, y el olor a polvo, a lavanda seca y recuerdos atrapados invadió el aire. Zeynep entró primero.
Emme arrastró las maletas hasta el cuarto pequeño que antes habían compartido. Dejó las bolsas en el suelo y se giró para ver a su hermana.
—Y bien... ¿qué te parece? —preguntó Emme.
Zeynep emocionada, una sonrisa sincera que hacía mucho no se veía en su rostro. Caminó lentamente, tocando las cortinas viejas, la tela descolorida del sofá.
—Todo está igual —murmuró Zeynep, con los ojos brillando—. Esto me recuerda tanto a mamá como a papá. El tiempo se detuvo aquí.
Emme se acercó y la abrazó por los hombros.
—Sí, lo sé. Yo también los extraños —dijo Emme—. Pero es bueno estar de vuelta, aunque sea por unos días. Necesitabas esto.
Se separaron, y Zeynep