La pregunta de Jared, tan directa, pero tan gentil, resonó en el silencio de la habitación. Era la misma pregunta que la había hecho huir de la fiesta, la que había destrozado su compostura en la terraza. Pero esta vez, en la seguridad de este espacio, en la calma de su salón, junto a este hombre que la sostenía sin juzgarla, Isabel supo que no podía escapar de la respuesta. Era una invitación a la honestidad más absoluta, y se la debía, no solo a él, sino a sí misma.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, una traición a la compostura que había intentado mantener. La emoción le subió por la garganta, un nudo apretado de años de decepciones y esperanzas guardadas. Negó lentamente con la cabeza, no tanto como una respuesta a su pregunta, sino como una expresión física del caos que sentía, de la lucha interna que se libraba en su pecho.
—No... —susurró, y su voz se quebró, frágil y expuesta—. No, no fue un error terminar.
Tomó una bocanada de aire temblorosa, reuniendo el valor para poner en