El sábado por la noche, en la habitación de invitados de la casa de Jared, Sofía miraba el teléfono, su rostro una máscara de furia y humillación. Su hermano, su protector, el centro de su universo familiar, la había descartado. Le había dado una semana. Por ella.
Isabel. La palabra era un sabor amargo en su boca. Había llegado a esa casa esperando encontrar a una novia temporal, una pieza más en el desfile de mujeres que habían pasado por la vida de su hermano desde Lidia. Esperaba a alguien fácil de intimidar, fácil de descartar. En su lugar, se había encontrado con una reina. Una mujer con una calma de acero que había neutralizado su ataque y se había atrincherado en el corazón de su hermano como si siempre hubiera estado allí.
Con dedos temblorosos por la rabia, buscó el contacto de su madre y llamó. No necesitó fingir. Las lágrimas de frustración y de orgullo herido eran reales.
—Mamá... soy yo —sollozó en cuanto Eleonora contestó, dejando que su voz se rompiera.
—¿Sofía? ¿Qué