Isabel salió del lobby del Hotel W con la cabeza alta. Su andar era firme, sus movimientos medidos. Intercambió un asentimiento cortés con el portero, que le abrió la puerta de cristal. Para cualquier observador, era la imagen de una mujer de negocios saliendo de una reunión exitosa: serena, en control, impenetrable. Mantuvo esa máscara de compostura durante todo el trayecto a través del aparcamiento subterráneo, el sonido de sus tacones resonando con una cadencia segura en el hormigón.
Llegó a su coche y se deslizó en el asiento del conductor. Cerró la puerta.
El sonido del motor de un coche lejano fue lo único que rompió el silencio. En la seguridad de su santuario privado, la armadura se resquebrajó.
La adrenalina que la había sostenido durante la última hora, ese fuego helado que le había permitido ser letal y elegante, se desvaneció de golpe. Y en su lugar, quedó un temblor. Empezó en sus manos, que de repente se sentían extrañas e ingrávidas sobre el volante de cuero. Vio cómo s