Tres días después.
La noche caía con un peso brutal sobre las calles de Palermo, como si el cielo supiera lo que estaba por suceder. El depósito abandonado en Vía Enna se convirtió en el epicentro del infierno esa madrugada.
Greco descendió del auto con una parsimonia que contrastaba con el tamborileo frenético de su corazón. Dante iba detrás, arma lista, mirada firme.
—Tres en la entrada, dos en la parte trasera —murmuró Dante. —No dejes a ninguno respirando —respondió Greco.
No hubo advertencia. Solo fuego. Balas que partían la oscuridad, gritos que se disolvían en el aire denso. Greco disparaba con precisión quirúrgica, sin perder de vista ni el ruido ni el silencio. Un enemigo cayó a sus pies, jadeando, suplicando. Dante no lo dejó terminar.
—Aquí termina su desafío —espetó, antes de disparar de nuevo.
Al salir, las botas de Greco mancharon la sangre esparcida. En su bolsillo, algo frío rozó sus dedos. Era la medalla de San Michele. La que Arianna había perdido.
Y entonces, en med