(Perspectiva de Greco Leone)
La primera regla era no sentir, Greco la había repetido toda su vida como un mantra. Desde los diecisiete años, cuando vio morir a su padre en los brazos de un traidor, supo que el corazón era un lujo. Uno que no se podía permitir pero ahora… ahora algo tambaleaba en su interior. Estaba sentado en su despacho, el humo del habano dibujando espirales lentas en el aire. La oficina era silenciosa, con paredes cubiertas de madera y una ventana que daba al Duomo. Milán estaba tranquila esa noche. Pero él no lo estaba. —¿Y bien? —preguntó una voz al otro lado de la habitación. Greco giró la cabeza. Dante su mano derecha desde hacía una década, lo observaba con una ceja arqueada y los brazos cruzados. —Llevas estos días raros, todo después de ese Ballet —dijo el hombre, directo—. No es por negocios. No es por la policía. Es otra cosa. ¿Es ella? Greco lo miró en silencio. Luego dio una calada al habano. —No es asunto tuyo. —Cuando tu distracción pone en riesgo todo lo que construimos, sí es asunto mío —gruñó Dante acercándose un paso más. Greco se tensó. —Mide tus palabras. —¡Mido mis lealtades, Greco! —estalló Dante—. Hay rumores. Los Serrano están moviéndose en el sur. Gente de Ruggiero ha desaparecido. Y tú andas de sombra detrás de una bailarina como si fueras un adolescente enamorado. ¡Despierta, maldita sea! El golpe fue rápido y seco. Greco se levantó y lo estrelló contra la pared con una fuerza brutal. —No la menciones. Nunca. ¿Me oyes? Dante lo empujó con el antebrazo, sin miedo. —¿Qué pasa contigo? ¿Desde cuándo te afectan los ojos de una mujer? Greco lo soltó. Se alejó hacia la ventana, respirando con dificultad. —No es solo ella —dijo, finalmente—. Es lo que representa. Una vida fuera de esto. De nosotros. De la sangre. —¿Y crees que tienes derecho a eso? —No lo sé —admitió, con los ojos perdidos en la ciudad. Dante guardó silencio. Luego se volvió hacia el escritorio. —Los Serrano están cerrando tratos con los napolitanos. Alguien les dio información de nuestras rutas. O tenemos una fuga… o un traidor. Greco giró lentamente. Su rostro era de piedra otra vez. —¿Y tú qué opinas? —Opino que si no empezamos a movernos, el próximo cadáver será uno de los nuestros. O peor… tú. Un silencio pesado se instaló entre ambos Greco apagó el habano y se sirvió un whisky. —Convoca a los capitanes. Esta noche. En la cava. —¿Y ella? —Ella no esta involucrada. Aún no. Dante asintió y salió del despacho. Pero su mirada, antes de irse, lo dijo todo: desconfianza. Temor. Y algo más… una grieta que empezaba a abrirse entre ambos. La cava estaba llena de humo y tensión. Una decena de hombres, todos leales a Greco, lo miraban en silencio mientras él les explicaba la situación: los movimientos de los Serrano, la posibilidad de un traidor, y la necesidad de cortar el problema de raíz. —No hay espacio para vacilar —dijo—. Si hay que derramar sangre, será la de ellos. Pero si descubro que alguien de esta mesa nos vendió… lo enterraré con mis propias manos. Todos asintieron. Menos uno. Gianni, uno de los más antiguos, evitaba su mirada. Greco lo notó. También lo notó Dante esa noche, cuando todos se retiraron, Greco y su mano derecha se quedaron en la cava, en silencio. —¿Gianni? —preguntó Dante. —Míralo de cerca. No actúes todavía. Quiero pruebas. —¿Y si la guerra empieza esta semana? Greco se sirvió otro trago. —Entonces haremos lo que siempre hacemos. —¿Qué? —Sobrevivir. Y matar a quien se interponga. Más tarde esa noche, cuando todo estaba en calma, Greco condujo solo por las calles de Milán. Aparcó frente a un edificio discreto y se quedó dentro del coche, mirando una ventana iluminada del segundo piso Sabía que ella estaba ahí. Bailando. O llorando. O soñando.No bajó solo se permitió observar. Por un momento, el león dejó de rugir Y recordó cómo se sentía ser humano. *AL DIA SIGUIENTE* El teatro amanecía envuelto en un susurro de pétalos. Arianna había llegado temprano. Aún dolida, aún con el alma hecha jirones, se aferraba a la música como una tabla salvavidas. Al entrar al salón de ensayo, lo vio: un ramo de peonías blancas y lirios rosa, envuelto en papel crema con un lazo de terciopelo borgoña. No había tarjeta. Solo un pequeño mensaje escrito a mano: “Para la mujer que danza incluso cuando todo, dentro de ella duele.” Sus dedos temblaron al tocar las flores. Miró a su alrededor, buscando una pista, un rostro, una sombra. Nada. Solo el eco de la ciudad y el silencio. —¿Quién…? —susurró para sí misma. En un edificio no muy lejos, Greco observaba desde su ventana. Apretaba el cigarro entre los dedos. La vio tomar el ramo. Cerró los ojos. No era cobardía. Era cautela. En su mundo, los gestos gentiles eran armas. “Que esas flores te digan lo que aún no puedo”, pensó. --- El segundo acto del ballet se preparaba en silencio. Las bailarinas entraban al teatro con pasos disciplinados. Arianna caminaba un poco más despacio, con los hombros bajos y la mirada nublada por noches sin descanso. Las secuelas de los golpes aún no se iban, pero la vida, como el escenario, no daba tregua. Cuando abrió la puerta del camerino principal, el aroma la envolvió primero: un perfume dulce, delicado, que parecía no pertenecer a ese mundo gris. Sobre la mesa, otro ramo de flores reposaba como un secreto recién contado. Rosas blancas, peonías lavanda, y una única flor de magnolia en el centro. No había tarjeta. Pero sí un pequeño sobre de papel grueso. Dentro, una nota: “El alma más bella es la que sigue danzando aún con las alas rotas. No estás sola.” Arianna cerró los ojos. Un nudo se formó en su garganta. Por primera vez en semanas, se permitió llorar sin miedo. —¿Quién hace esto…? —preguntó en voz baja, aunque en su corazón ya lo intuía. --- Desde un balcón oscuro, Greco observaba. Dante, de pie tras él, cruzó los brazos. —¿Vas a seguir con este juego de espectador mudo? —preguntó sin rodeos. —No es un juego, Dante —respondió Greco con la mirada fija en el teatro—. Es lo más real que he sentido en años. Pero si me acerco ahora, la destruyo. —¿Y si se rompe sin ti? Greco no contestó. Encendió otro cigarro. El humo cubría su rostro como una máscara. ---- En el teatro, Arianna le mostró las flores a una compañera. —¿Tienes idea de quién…? —No —interrumpió la otra con una sonrisa pícara—. Pero si fuera yo, me dejaría encontrar. Arianna sonrió débilmente. Pero en el fondo, algo despertaba: un consuelo, una intriga, una sensación de ser vista sin ser tocada. Esa noche, bailó con una ternura que hizo llorar al director. Con la flor de magnolia en el cabello, giró como si danzara para alguien que la miraba desde las sombras. --- *AL DÍA SIGUIENTE* El día después del ensayo fue distinto Arianna llegó al teatro con el corazón temblando entre el pecho. Aún no sabía quién le había enviado esas flores, pero desde que las recibió, algo dentro de ella se sentía... menos sola. Una parte mínima, casi imperceptible, sentía que alguien allá afuera entendía su dolor. Las flores no habían desaparecido las había llevado consigo y guardado una de las magnolias secas en su diario personal. Pero lo que no sabía era que Paolo también lo sabía. --- —¿Flores? —escupió la palabra Paolo al cerrar la puerta del apartamento con fuerza. Arianna se volvió, dejando su bolso en el sillón. Su rostro cambió apenas lo vio. Los ojos de Paolo brillaban con una mezcla de celos, rabia y algo aún más oscuro. —¿Quién te manda flores, Arianna? Ella tragó saliva. —No sé… no venía con nombre. —Intentó sonreír, restarle importancia. —No sabes —repitió él con ironía, caminando hacia ella—. Claro que no sabes. ¿Y no te parece raro que alguien deje un ramo costoso justo en tu camerino? ¿O es que tú sí sabes muy bien quién fue? —Te digo que no… Paolo, por favor. Él le sujetó el brazo de golpe. El gesto fue tan violento que Arianna sintió el tirón directo en el hombro. —¡Eres una cualquiera! ¡Eso es lo que eres! ¿Crees que no lo notan? ¿Crees que no se dan cuenta de cómo te mueves en ese escenario, como si ofrecieras algo más que baile? —¡Basta! —Arianna intentó zafarse—. ¡No tienes derecho! —¡Claro que tengo derecho! ¡Eres mía! El golpe fue seco. No con el puño cerrado. Fue con el dorso de la mano, justo en la mejilla. Arianna cayó de espaldas, golpeando el suelo con la cadera. El sabor metálico de la sangre le llenó la boca. —Paolo… —dijo con un hilo de voz. —¿Te dolió? ¿Eso te dolió? Pues imagina lo que siento yo viendo que me estás traicionando. ¿Es uno del teatro, verdad? ¿Uno de esos maricones que se te quedan mirando como si fueras un trozo de carne? Arianna lloraba, sin poder levantar la voz. Su cuerpo temblaba, como si no pudiera controlar el miedo. Pero su mirada, entre las lágrimas, ardía con algo más: dignidad. —Yo no te pertenezco. Nunca lo hice. —¿Ah no? —Paolo se inclinó sobre ella, respirando cerca de su rostro—. Entonces vete. Sal ahora. Corre a los brazos de quien sea que te manda flores… Pero recuerda esto, Arianna: nadie te va a amar como yo. Nadie va a tolerar lo que yo tolero. —Eso no es amor… —susurró—. Es prisión. El silencio se volvió un cuchillo. Paolo se apartó, pateando una silla con rabia. Su respiración era errática, los ojos desorbitados. —No te quiero ver saliendo de ese teatro otra vez sin que yo lo apruebe —gruñó—. Y si descubro quién fue… le parto la cara. Luego salió, azotando la puerta. La soledad volvió a caer sobre el apartamento como una sombra. Arianna, aún en el suelo, llevó una mano al rostro. Le dolía todo. El cuerpo, el orgullo, el alma. Pero algo dentro de ella… esa parte que había recibido las flores… seguía viva. Aunque temblara, seguía viva. --- Esa noche, desde la distancia, Greco observó una ventana. La luz estaba encendida. No sabía lo que había pasado dentro. Pero algo en su pecho ardió con una urgencia nueva. Sin saber su nombre, sin haber tocado su piel, sin haber escuchado su voz… Greco ya sabía que tenía que protegerla.Y que alguien más la estaba dañando.