Greco no respondió de inmediato. Caminó hacia la ventana. Afuera, la noche caía lenta sobre Nápoles, tiñendo los tejados de un azul sucio. Sus ojos siguieron el perfil de las calles como si pudiera verla a ella, deslizándose entre sombras, con la delicadeza de quien no sabe que el mundo conspira en su contra.
—Si tocan un solo cabello suyo… —murmuró.
—Lo sé —dijo Dante, en tono grave—. Y también lo sabrán ellos.
Un silencio denso se apoderó del despacho. Solo el sonido de un reloj de péndulo marcaba los segundos, como una cuenta regresiva invisible. Finalmente, Greco se volvió.
—Dante, esta guerra ya empezó, pero aún no lo saben. Quiero que me prepares una lista con todos los nombres que respondían a Riccardo. No me importa si son primos, amantes, o cobradores de deudas. Los quiero a todos.
Dante asintió y tomó nota en su libreta. Su lealtad era absoluta, pero en el fondo de sus ojos había un brillo que no era solo obediencia: era preocupación.
—Y Arianna —dijo Greco, con voz más baja