Dos días después del último golpe contra la red de Vittorio, el silencio de la villa era un bálsamo extraño para Greco y Dante. El camino hasta la entrada estaba bordeado de olivos, y el sonido de las llantas sobre la grava anunciaba que el hogar, por fin, estaba cerca.
El portón se abrió con el chirrido metálico de costumbre y, al entrar, Greco pudo ver a Arianna en la terraza, con uno de los gemelos en brazos, saludando. Dante, que conducía, soltó una breve sonrisa.
—Parecen un cuadro… uno que no puedes colgar porque el marco está hecho de plomo.
Greco no respondió. Bajó del coche y en dos pasos estuvo junto a su hijo, besándole la frente. Arianna lo abrazó, sin importar el polvo en su ropa, como si quisiera absorberlo en ese instante.
Dentro, el comedor largo estaba preparado. La nonna Vittoria supervisaba todo con esa autoridad silenciosa que no necesitaba levantar la voz. A su lado, Lorenzo, su pareja, cortaba el pan con paciencia. Luciana y su bebé ocupaban una de las cabeceras,