El despacho de Vittorio olía a whisky derramado y a furia contenida.
La lámpara de cristal iluminaba su rostro sudoroso, marcado por venas tensas en la frente. Sus manos, inmóviles sobre los reposabrazos de la silla de ruedas, parecían arañar el cuero con rabia. A su alrededor, el silencio no era paz: era el miedo de sus hombres, que no se atrevían a respirar más fuerte de lo debido.
Santoro entró, con la chaqueta manchada de ceniza. Se inclinó apenas, consciente de que el menor error podía costarle un diente… o la vida.
—Patrón… confirmo que La Sirena está perdida. Quemada hasta los cimientos. Nadie sobrevivió al ataque.
Los ojos de Vittorio se encendieron de odio.
—¡Ese maldito Greco! —gruñó con voz grave—. Primero mi ruta… ahora mis negocios. ¿Qué sigue, Santoro? ¿Me va a arrancar
los huesos de la columna mientras tú me das la noticia con la misma cara de perro asustado?
Santoro tragó saliva.
—No sabemos cómo lo hicieron. Nadie vio movimiento. Nadie habló.
Vittorio golpeó el brazo