POV Manuela.
El olor a humo me golpeó como una bofetada antes de que el camino privado se abriera ante mis ojos. Al principio, mi mente racional lo descartó: algún idiota de los viñedos quemando rastrojos secos, el viento trayendo la peste hasta Posillipo. Pero entonces vi la columna negra, densa, retorcida, ascendiendo al cielo como una serpiente venenosa que se tragaba el sol poniente. Mi pie pisó el acelerador hasta el fondo; el motor del Maserati rugió como un animal herido, devorando el asfalto.
Llegué derrapando. El calor me abofeteó el rostro antes de que bajara del coche: un aliento de infierno que me secó la garganta y me hizo lagrimear. La mansión —mi mansión, mi fortaleza, mi jaula dorada— ardía con furia bíblica. Las llamas lamían las paredes de piedra como lenguas rojas, devorando cortinas, muebles, recuerdos. Los guardias corrían como hormigas enloquecidas: mangueras inútiles, extintores vacíos, cuerpos arrastrados fuera de las ruinas humeantes.
—¡SANTIAGO!
Mi grito ras