Milord quedó helado, desconcertado ante la repentina acción de Azucena. Sus ojos, que momentos antes brillaban con la soberbia de quien cree tener todo bajo control, se abrieron con incredulidad al descubrir aquella daga en sus manos. La mirada del Alfa se clavó en el filo del arma, y un presentimiento oscuro comenzó a enraizarse en lo más profundo de su pecho. Una punzada de sospecha lo recorrió, casi como si la hoja ya le hubiera rozado la piel.
No alcanzaba a encontrar explicación a semejante escena, y sin embargo, su mente tejió la idea más lógica ante su perspectiva: los celos la habían arrastrado a la locura. Sí, debía ser eso. ¿Qué otra razón habría para que ella se atreviera ahora a blandir un arma contra él? Estaba convencido de que, al verlo rodeado de hembras entregadas a su virilidad, compartiendo con ellas los excesos de la alcoba, Azucena había estallado por dentro. Su amor por él y su celos la llenaron de rabia hasta empujarla a aquella decisión insensata: castigarlo de