Con cada murmullo, una presión amarga se instalaba en el pecho de Azucena. Esa sensación le hacía difícil respirar con normalidad, y le humedecía los ojos de manera inevitable. Aunque al principio se había quedado con gusto en la enfermería, ya no se sentía cómoda y ansiaba marcharse. Sin embargo, había recibido una orden directa del Alfa y no podía fallarle.
La hostilidad no cesaba en pequeñas provocaciones. A su paso, algunos lobos y elfos manifestaban su rechazo con gestos sutiles pero constantes: rozaban su cuerpo con intencionalidad, tironeaban un mechón de su cabello, o la empujaban con ligereza, lo suficiente para dejar claro que no la querían allí. Pequeños detalles que, sumados uno tras otro, se convertían en un muro de incomodidad y rechazo que la agobiaba.
Azucena sintió cómo esa carga le oprimía el alma y le bloqueaba la garganta. Era un sentimiento demasiado familiar, pues en su propia manada, Luna Escarlata, vivió el mismo rechazo. No importaba que formara parte de esa c