Ragnar abrió los ojos con incredulidad, sintiéndose desplazado de su eje; la noticia le cayó como un golpe inesperado y sus palabras brotaron atropelladas por la sorpresa y el pavor.
—Gran Alfa, ¿de qué está hablando? ¿Concubina? —exclamó, incapaz de disimular el estupor—. A esa esclava no puede… ¡usted no puede hacer algo así!
La afirmación de Ragnar tenía un tono que oscilaba entre la súplica y la reprimenda: para él aquello no era un capricho inocuo, sino una fractura de las normas que sostenían el orden del reino.
Askeladd, sentado tras su escritorio, lo escuchó con una tranquilidad que resultaba más fulminante que la cólera abierta; no respondió al instante, sino que dejó que la palabra de su beta golpeara la estancia.
—¿Ah no? ¿No puedo? —replicó el Alfa con tono desafiante, marcando que la voluntad que había anunciado no era una ocurrencia liviana sino una resolución tomada con pleno conocimiento de su poder.
Ragnar, por un instante olvidando el miedo que suele encadenarlo fren