La sala se había quedado en silencio, salvo por el crujir de los documentos que el oficial manejaba con absurda lentitud. Edna se levantó de su asiento, con los hombros tensos y la mirada fija en la ventana; afuera, las luces de la ciudad titilaban como pequeñas promesas, pero todas demasiado lejanas para creer en ellas. Sus labios se fruncieron con una mezcla de rabia y dolor cuando finalmente habló.
—¿De verdad, señora Edna, no recibió el correo hoy? —preguntó, sin volverse hacia ella. —No, señor, no vi el correo hoy —contestó Edna nerviosamente—. Pero no estoy de acuerdo con que Simón se lleve a mis hijas. Se las mandaré a mis padres. —Sus padres dijeron que no pueden hacerse cargo de ellas y que, además, usted hace muchos años que no tiene contacto con ellos —dijo con frialdad el otro agente—. Incluso comentaron que los había dado por muertos. —¡No pueden hacerme eso, no pueden! —gritó Edna, desesperada. —Por favor, cál