Me detengo sin poder creer lo que veo: delante de una habitación de terapia intensiva en el hospital pediátrico, en camas separadas, dos delgados niños intubados respiran con dificultad. En el centro de ambas camas, una delgada mujer con grandes ojeras, desaliñada, dormita mientras toma una mano de cada niño con las suyas.
Miro una y otra vez los papeles que tengo en mis manos. No puedo aún creer la verdad, a pesar de todas las pruebas repetidas. A mi lado, Simón me anima a entrar en la habitación. El sonido de la puerta al deslizarse hace que la mujer reaccione y abra los ojos desmesuradamente por la sorpresa, para luego cambiar a una expresión de odio y furia. Se pone de pie en actitud defensiva. Entonces, caigo de rodillas delante de ella. —¡Perdóname, Gelsy, perdóname! ¡Te juro que me acabo de enterar! —me apresuré a decir. Ella no dice