114. LEONARD EN CASA A SOLAS
Un silencio incómodo se había instalado entre nosotros. Comíamos el desayuno en silencio. Ambos sentíamos la tensión sexual. La miraba mientras trataba de encontrar un tema de conversación sin lograrlo. Su rostro, a ratos, se enrojecía. Yo trataba de no mirarla. Pero estaba tan hermosa, tan apetecible. Podía sentir su enorme excitación y cómo luchaba por controlarse. Por mi parte, también estaba en guerra. El salvaje Leo luchaba por saltarle encima, hacerla mía, mientras el cuerdo Leonard me advertía que no debía hacerlo, que tenía que esperar. Pero estaba enloqueciendo. El timbre del teléfono vino en nuestro auxilio.
¡Era Alan, mi Alan! Si antes lo amé sin saber que era mi hijo, ahora lo adoraba. Me quedé observándolo atentamente, reconociéndome en él. Sus ojos, su boca, su nariz, su pelo. Todo era mí