Kael
El acero cantó en el aire antes de encontrar mi carne. Un sonido limpio, casi hermoso, seguido por el calor abrasador del metal atravesando mi costado. No vi venir la hoja, solo a Auren, con sus ojos abiertos de terror mirando por encima de mi hombro. Fue suficiente. Me giré y el puñal que estaba destinado a su corazón encontró mi cuerpo en su lugar.
El tiempo se ralentizó mientras caía. El campo de batalla se convirtió en un lienzo borroso de gritos y metal. El cielo, un manto gris que parecía observarme con indiferencia. Qué extraño resulta cómo, ante la muerte, los sentidos se agudizan para luego desvanecerse.
—¡Kael! ¡No, no, no! —La voz de Auren llegó distante, como si proviniera del otro lado de un largo túnel.
Sentí sus manos presionando contra mi herida. El dolor era curioso, intenso pero lejano, como si le perteneciera a otro cuerpo. La sangre manaba entre sus dedos, tiñendo de carmesí el suelo bajo nosotros.
—Mantén los ojos abiertos —me ordenó, su voz quebrándose—. Mír