Sofía
Volver nunca fue el plan.
No así. No tan pronto.
Pero algo en el aire —quizás el cansancio, quizás la nostalgia— me trajo de regreso.
La ciudad seguía igual.
Los edificios, los mismos. Las aceras, las mismas grietas.
Pero yo no.
Había aprendido a caminar con el mundo en los hombros y el corazón en paz.
Había hablado en salas llenas, en idiomas que no dominaba, y llorado en habitaciones solas. Había reído con extraños que se volvieron amigos, y dormido con la conciencia tranquila. Y sí, lo había extrañado.
Con cada nueva meta. Con cada logro. Con cada atardecer desde la ventana de un hotel elegante en el que deseaba encontrar su mirada.
Pero volví sin certezas.
No lo llamé. No avisé.
Solo volví.
Y me encontré ahí, frente al café donde todo comenzó, con las piernas temblándome un poco más de lo que admitiría.
¿Y si ya no estaba?
¿Y si había seguido adelante?
¿Y si yo también lo había hecho… y no lo sabía?
Empujé la puerta. El sonido familiar de la campanita me hizo tragar saliva.