Sofía
Volver nunca fue el plan.
La ciudad seguía igual.
Había aprendido a caminar con el mundo en los hombros y el corazón en paz.
Pero volví sin certezas.
Y me encontré ahí, frente al café donde todo comenzó, con las piernas temblándome un poco más de lo que admitiría.
¿Y si ya no estaba?
¿Y si había seguido adelante?
¿Y si yo también lo había hecho… y no lo sabía?
Empujé la puerta. El sonido familiar de la campanita me hizo tragar saliva.
Y entonces, lo vi.
Sentado en su mesa habitual. Una libreta abierta. Taza en mano. Cabello más largo. Mirada más serena. Mis ojos lo reconocieron antes que mi cuerpo.
Y ahí estaba.
Alexander
No creí que volviera.
Pero seguí yendo al café.
Y, joder…
Ella cruzó la puerta como si el universo me respondiera con un regalo envuelto en seda y temblores.
Llevaba un abrigo claro, y el cabello recogido con descuido, como si hubiese salido corriendo. Pero su mirada… su mirada era la de una mujer que había vivido, amado, peleado, vencido.
Y me miraba como si yo todavía fuera su refugio.
No dije nada.
No podía.
Mis piernas se negaban a moverse, mi voz se ocultaba en alguna parte de mi pecho, y lo único que logré fue ponerme de pie.
Sofía
No nos abrazamos.
Solo sonreímos.
Una sonrisa larga. Verdadera. Cansada y feliz.
Me acerqué. Me senté.
Pero él las dijo igual.
—Café… ¿con azúcar o sin?
—Con —contesté—. Aprendí a dejar de fingir que me gusta amargo.
Él rió. Un sonido real. Vibrante. Íntimo.
—¿Y tú? —pregunté—. ¿A qué te dedicas ahora que no me esperas?
—A escribir. De verdad esta vez. No solo ideas. Historias.
Me derretí un poco. Internamente. No había cambiado tanto.
Alexander
Hablamos por horas.
Del clima, de viajes, de estupideces.
Cada palabra suya era un recordatorio de por qué la dejé ir.
Y por qué, si me lo pedía, volvería a hacerlo.
Pero no lo hizo.
Solo se quedó ahí, con las manos sobre la mesa, sus dedos rozando los míos con una familiaridad dulce. Sin ansiedad. Sin prisas.
Solo nosotros.
Sofía
Cuando el café cerró, caminamos.
Él me miró, en uno de esos silencios que dicen más que cualquier poema, y me tomó la mano.
—¿Y ahora qué? —susurró, con esa voz que todavía conseguía desarmarme.
Lo miré.
—Ahora elegimos.
Sonreí.
Alexander no dijo nada.
Volví para elegirme… con él.