49

Sofía

La llamada llegó un martes cualquiera.

Uno de esos martes en los que el café no sabe a nada y los correos electrónicos parecen multiplicarse como Gremlins después de medianoche.

—Sofía… —la voz de Clara, mi antigua mentora, sonó como un disparo suave al otro lado del teléfono—. Hay una oportunidad en Ginebra. Es grande. Y te quieren a ti.

Al principio, creí que estaba bromeando.

Después, creí que había escuchado mal.

Y luego, simplemente me quedé en silencio, con la cucharita del café suspendida en el aire y el corazón latiéndome en la garganta.

—Es el proyecto de tu vida —añadió ella—. Fondo para Mujeres Refugiadas. Dirección regional. Tú lo soñaste, ¿recuerdas?

Sí. Lo recordaba.

Cada palabra.

Cada noche de insomnio en la que pensé que quizás, algún día, podría tener una voz en algo más grande que yo.

Y ahora ese “algún día” tenía fecha.

Y pasaje de avión.

Y consecuencias.

Porque, claro, eso significaba dejarlo todo.

El refugio. La ciudad.

A Alexander.

Dios.

A Alexander.

Dormí mal esa noche.

Es decir, si a dar vueltas como pez fuera del agua se le puede llamar dormir.

Alexander estaba a mi lado, tan tranquilo, tan… en paz. Y yo tenía un huracán en el pecho.

No se lo dije esa noche. Ni al día siguiente. Ni al siguiente.

Porque, honestamente, no sabía cómo empezar.

—¿Tienes fiebre emocional o solo estás rumiando pensamientos catastróficos? —me preguntó él, mientras cocinábamos juntos.

Lo miré por encima del borde de mi taza y me mordí el interior de la mejilla.

—¿Es muy obvio?

—Tienes esa cara que pones cuando vas a hacer algo valiente y estúpido a la vez.

No supe si reír o llorar.

Así que simplemente lo solté.

Le conté todo.

La oferta. La ciudad. El sueldo. La causa. El miedo.

Y esa vocecita traicionera que me decía que, si me iba, lo perdería.

Alexander no dijo nada al principio.

Se quedó ahí, mirando el sartén, con el ceño apenas fruncido.

Y yo contuve el aliento.

—Quiero que te vayas —dijo, por fin.

Lo miré como si acabara de decirme que planeaba mudarse a Marte.

—¿Qué?

—Quiero que te vayas —repitió, mirándome ahora a los ojos—. Quiero que tomes ese vuelo, ese trabajo, ese salto. No quiero que te quedes por mí. Quiero que me elijas… cuando tengas el mundo a tus pies. No antes.

Y ahí estaba.

El tipo de amor que no ata.

El tipo de amor que no pide.

El tipo de amor que no pone condiciones.

No supe qué hacer con eso.

Así que lloré. Porque, honestamente, ¿qué más se puede hacer ante un hombre que te ama sin cadenas?

—No sé cómo decir adiós —susurré, apoyando mi frente en su pecho.

—No digas adiós —respondió, acariciándome el cabello—. Dime “espérame”.

El día que partí, llevaba una maleta y un corazón lleno.

No vacío.

No roto.

Lleno.

De posibilidades.

De memoria.

De un amor que me sostuvo sin intentar retenerme.

Alexander me acompañó al aeropuerto. No hubo escena dramática. Ni besos cinematográficos. Ni promesas imposibles.

Solo un abrazo. Largo. Silencioso. De esos que gritan todo lo que no se dice.

—Nos veremos —dije, con la voz temblando.

—Cuando tú quieras —contestó, con esa sonrisa suave que aprendí a amar.

Y entonces subí al avión.

Y por primera vez en mucho tiempo…

me elegí a mí.

Sin miedo.

Sin culpa.

Con él en mi alma.

Y el mundo a mis pies.

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