44

Alexander

Hay fantasmas que uno entierra con los puños cerrados y los dientes apretados. Que sepulta en silencio, sin flores ni despedidas. Porque algunos demonios no se exorcizan, solo se encierran en jaulas mentales para no dejar que devoren lo que has construido.

Y yo había construido algo.

Después de todo lo que había pasado con Sofía, después de entender que el amor no se trata de ataduras ni de vigilancia, me propuse ser un hombre distinto. No un débil, no un sumiso… pero sí alguien que no confundiera protección con control. Ella lo merecía. Nosotros lo merecíamos.

Pero justo cuando comenzaba a respirar tranquilo… apareció él.

Lucien Moreau.

Solo ver su nombre en la pantalla de mi celular hizo que se me helara la sangre. No contesté. No devolví la llamada. Pero tampoco pude dormir esa noche.

Lucien era un error del pasado. Uno con traje caro, acento francés y una sonrisa que podía disfrazar los planes más sucios. Durante años, había sido un socio… y también una amenaza. Sabía demasiado. De mis negocios, de mis debilidades. Y por algún motivo, ahora volvía a aparecer.

—¿Quién era? —preguntó Sofía, sentada en la cama con las piernas cruzadas, hojeando uno de esos libros que nunca terminaba.

—Nadie importante —mentí sin pestañear. Mi voz sonó tan natural que me odié por lo fácil que me resultaba mentir cuando quería evitar un caos.

Ella levantó una ceja, como si su instinto supiera algo, pero no insistió. Lo dejó pasar. Y yo lo aproveché.

Error número uno.

Durante los días siguientes, empecé a entrar de nuevo en ese modo que tanto había prometido abandonar. Revisé correos desde el móvil en el baño. Contesté llamadas en la terraza, bajando la voz. Me encerré en la oficina más de lo habitual, con la excusa de una auditoría urgente.

Y todo, absolutamente todo, era por mantenerla a salvo. Lucien no era un hombre que actuara de frente. No necesitaba hacerlo. Bastaba con que mencionara su nombre en una sala equivocada para desatar una tormenta que podría arrastrarnos a ambos.

Pero Sofía no es estúpida. Ni ciega.

Una tarde, mientras fingía leer un informe en la sala, ella entró en silencio. Me miró largo rato. Sentí su mirada como una daga en la nuca.

—No soy una niña, Alexander. No necesito que me escondas la tormenta si ya estoy oliendo el fuego.

—Sofía...

—¿Quién te llamó esa noche?

No respondí de inmediato. La pausa fue mi sentencia.

Ella se cruzó de brazos, su rostro tenso, sus ojos oscuros llenos de sospechas.

—¿Hay otra mujer?

El simple hecho de que esa fuera su primera opción me rompió en dos. ¿Eso pensaba de mí?

—No. No hay nadie más. Nunca lo hubo.

—Entonces dime la verdad. ¿Qué estás ocultando?

Quise. Juro que lo intenté. Pero me tembló el alma. Porque si decía su nombre en voz alta, era como invocar a la muerte. Como traerlo directamente a nuestro hogar. Y no podía hacerlo. No podía arriesgarme a que Sofía supiera de Lucien. A que se metiera, a que se volviera un objetivo.

Así que volví a mentir.

—Es solo un tema financiero. Un viejo socio que quiere volver al ruedo. Nada serio.

Su expresión cambió. No se volvió más tranquila, no. Fue como si algo dentro de ella se apagara de golpe.

—No confías en mí —susurró.

—Claro que confío —respondí, acercándome.

Pero ella retrocedió.

—No, Alexander. Tú solo confías cuando todo está bajo tu control. Cuando puedes manejar cada pieza en el tablero. Pero cuando se trata de compartir un problema, de ser vulnerables juntos... me dejas fuera. Siempre me dejas fuera.

Intenté abrazarla, contenerla, detenerla. Pero ella ya estaba dando la vuelta.

—Sofía, espera...

—No puedo vivir así. No después de todo lo que dijiste que ibas a cambiar. Me mientes a la cara y ni siquiera parpadeas.

La vi recoger su abrigo. Su bolso. Sus llaves.

—¿A dónde vas?

—A donde pueda respirar.

El portazo resonó como una explosión. Me quedé quieto. Inmóvil. Como si me hubieran dejado sin huesos.

Y entonces me di cuenta.

No estaba perdiendo el control.

Estaba perdiéndola.

A ella.

A lo único real que había tenido en toda mi maldita vida.

Me dejé caer en el sofá, los codos apoyados en las rodillas, las manos cubriéndome el rostro. El teléfono vibró. Otra llamada de Lucien. No la contesté. No podía. No ahora.

Por primera vez en años… sentí miedo. El verdadero. Ese que no te deja dormir, ni pensar, ni respirar. Porque esta vez no era un contrato lo que estaba en juego. Era su amor.

Y tal vez... ya lo había perdido.

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