Sofía
¿Quién dijo que mudarse con el hombre que amas era sinónimo de desayunos desnudos, sexo en cada rincón y risas compartidas entre almohadas revueltas? Mentira. Todo. Una gran y bonita mentira que Pinterest y las comedias románticas nos vendieron para mantenernos soñando. Porque cuando Alexander y yo cruzamos juntos el umbral de su —ahora nuestro— lujoso penthouse en el centro de la ciudad, lo que no sabíamos era que también estábamos cruzando el umbral hacia una guerra silenciosa.
Al principio fue emocionante. Las maletas amontonadas, la risa nerviosa, los besos entre cajas, sus manos en mi cintura mientras me decía que este era nuestro nuevo comienzo. Lo creí. Lo quise creer con todo mi corazón. Porque después de todo lo que habíamos vivido —el peligro, las pérdidas, las cicatrices— merecíamos algo de paz.
Pero convivir con Alexander Blackwood era como intentar domar a un huracán con una cucharita. El hombre que en la oficina imponía con una sola mirada, también pretendía impone