43

Sofía

¿Quién dijo que mudarse con el hombre que amas era sinónimo de desayunos desnudos, sexo en cada rincón y risas compartidas entre almohadas revueltas? Mentira. Todo. Una gran y bonita mentira que P*******t y las comedias románticas nos vendieron para mantenernos soñando. Porque cuando Alexander y yo cruzamos juntos el umbral de su —ahora nuestro— lujoso penthouse en el centro de la ciudad, lo que no sabíamos era que también estábamos cruzando el umbral hacia una guerra silenciosa.

Al principio fue emocionante. Las maletas amontonadas, la risa nerviosa, los besos entre cajas, sus manos en mi cintura mientras me decía que este era nuestro nuevo comienzo. Lo creí. Lo quise creer con todo mi corazón. Porque después de todo lo que habíamos vivido —el peligro, las pérdidas, las cicatrices— merecíamos algo de paz.

Pero convivir con Alexander Blackwood era como intentar domar a un huracán con una cucharita. El hombre que en la oficina imponía con una sola mirada, también pretendía imponer en casa. Con horarios, rutinas, y una estructura casi militar para todo. Desde a qué hora debía desayunar, hasta por qué el control remoto no estaba “en su sitio”.

—No es tan difícil, Sofía. El control va en la bandeja, junto al sofá, no encima del respaldo. Siempre lo dejo allí.

—¿Y si un día lo quiero dejar en el refrigerador? ¿Vamos a abrir una investigación federal por eso?— respondí con una sonrisa burlona, pero por dentro, quería estrellarle el control en la frente.

Claro, no todo era tensión. Había momentos en los que sentía que podía derretirme en su pecho, especialmente cuando me abrazaba por detrás mientras cocinaba, o cuando se acercaba a susurrarme que estaba hermosa sin razón aparente. Pero esos momentos comenzaban a ser eclipsados por discusiones que nacían de nada… y terminaban en silencios incómodos que llenaban todo el espacio.

Y los celos. Oh, los benditos celos pasivos. No gritaba, no me hacía escenas. Alexander solo… observaba. Todo. A todos. Y luego venía el comentario sutil, aparentemente inocente, pero cargado de veneno.

—¿Ese tal Martín siempre te escribe a esa hora?

—Es un colega. Estamos trabajando en un caso juntos, Alexander.

—Claro, y justo a las once de la noche necesita mandarte un meme. Muy profesional.

—Dios, ¿en serio?

Las paredes comenzaban a encogerse. Lo que antes se sentía como un refugio ahora se parecía más a una jaula de oro. Y yo, la dulce Sofía que tanto había luchado por su libertad emocional, me encontraba caminando en puntillas para evitar despertar a la bestia del control.

La gota que colmó el vaso no fue grande. Como suele pasar, lo fue todo y nada a la vez.

Estábamos en la cocina, una tarde cualquiera. Había dejado abierta una carpeta del trabajo en la tablet y me ausenté unos minutos. Cuando volví, Alexander estaba leyendo con una expresión que me heló la sangre.

—¿Estás revisando mis cosas?— pregunté, con la voz temblorosa. No de miedo. De rabia contenida.

—No estaba revisando, solo apareció abierta— dijo con ese tono neutro que más que calmar, enerva.

—¿Y decidiste invadir mi privacidad solo porque estaba “abierta”? Perfecto.

—Sofía, no es para tanto.

—¡Sí lo es!— grité. Y juro que sentí un terremoto dentro de mí, uno que llevaba tiempo gestándose.

Tiré el trapo de cocina sobre la encimera con fuerza y lo miré directamente a los ojos.

—No necesito que me vigiles. No necesito que me cuestiones con quién hablo o por qué alguien me manda un maldito meme a las once de la noche. ¡No necesito que midas mis pasos como si fueras mi sombra!

Alexander retrocedió un poco. Por primera vez, lo vi sorprendido. Incluso herido. Pero no me detuve.

—Me mudé contigo porque te amo. Porque quiero compartir mi vida contigo, no entregártela con un lacito rojo para que la administres como un Excel. Estoy harta de sentir que cada movimiento que hago es observado, juzgado. ¡Dame espacio! ¿O qué, Alexander? ¿Necesitas que te pida permiso para respirar?

El silencio fue como un cuchillo afilado entre los dos. Podía oír mi corazón retumbando en mis oídos. El suyo… no lo sé. Alexander no hablaba. Solo me miraba, como si de pronto yo fuera un espejo que lo obligaba a ver cosas que no quería admitir.

Se pasó la mano por el cabello, nervioso. Otra rareza. Ese hombre jamás perdía el control. Pero ahora… parecía estarlo haciendo en cámara lenta.

—No sabía que te sentías así— murmuró al fin, su voz ronca, real. Nada de su fachada perfecta.

—Claro que no. Porque no me escuchas. Me amas a tu manera, lo sé. Pero amar no es vigilar. Es confiar. Y tú no lo estás haciendo.

Me temblaban las manos. Las piernas. Todo. Había dicho en voz alta lo que llevaba semanas reprimiendo. Y no sabía si lo había arruinado todo o si, por fin, estaba haciendo lo correcto.

Alexander no dijo nada durante unos segundos. Luego dio un paso hacia mí. Solo uno. Como si supiera que más sería demasiado.

—Tienes razón— admitió, con los ojos brillantes—. Me prometí no perderte, Sofía. Después de todo lo que pasamos, después de lo cerca que estuve de perderte… Supongo que intenté aferrarme tanto a ti, que no me di cuenta de que te estaba asfixiando.

Sus palabras me tocaron. Maldita sea, él siempre sabía cómo llegar a esa parte de mí que aún quería comprenderlo todo.

—No necesito que te aferres— respondí más suave—. Solo que estés. Sin ataduras. Sin reglas. Sin miedo.

Hubo una pausa. Entonces, él extendió la mano, con una mirada tan sincera que me desarmó un poco.

—Voy a aprender, Sofía. No será fácil para mí, pero lo haré. Porque prefiero darte tu espacio que perderte.

La tomé. Claro que la tomé. Porque también yo tenía cosas que aprender. A dejar entrar, a confiar, a no levantar murallas con cada roce de inseguridad.

Nos quedamos así un rato, en ese silencio distinto. Ya no incómodo. Sino reparador.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP