Sofía
Hay una línea invisible entre extrañar a alguien y necesitarlo. Y durante estas semanas, he cruzado esa línea tantas veces que ya no sé en cuál de los dos lados estoy.
Lo único que sé, con una claridad que quema, es que Alexander sigue dentro de mí como una herida que se niega a cerrar.
Su ausencia es como una sombra larga, pegajosa, que se arrastra por los rincones de esta casa vacía donde intenté comenzar de nuevo. Y fallé. Porque esta no soy yo. Esta mujer temblorosa, que se encierra con la cortina corrida y duerme con una lámpara encendida, no es la Sofía que una vez caminó por la oficina de Alexander Blackwood sin miedo y con un vestido que gritaba “mírame”.
Pero tampoco soy la misma que se arrojó en sus brazos sin pensar en las consecuencias.
Me he reinventado tantas veces que ya no sé qué parte es real y qué parte nació solo para sobrevivir a él.
Miro por la ventana. El cielo está gris, como si presintiera que algo se avecina.
Y lo hace.
Marco no se quedó con la amenaza d