34

Sofía

El aire huele distinto cuando te vas de un lugar sin cerrar realmente la puerta.

A humo viejo, a recuerdos que no se evaporan, a palabras que siguen flotando sin permiso.

Han pasado solo tres días desde que dejé a Alexander frente a mi departamento, y cada uno ha sido una tortura silenciosa, de esas que no gritan pero te desgarran igual.

Me mudé a una casa pequeña en las afueras. Un lugar simple, casi anónimo, donde las paredes no llevan marcas de su voz ni las sábanas están impregnadas de su olor. Y aun así… lo siento. En cada rincón. En cada maldito silencio.

Intento convencerme de que fue lo correcto. Fue lo correcto. Porque cuando amas a alguien que vive con un pie en el fuego, no lo salvas abrazándolo más fuerte. Lo salvas soltándolo antes de que ambos se quemen.

Pero me estoy consumiendo igual.

—Sofía, ¿segura que quieres quedarte sola esta noche? —pregunta Lucía, mi hermana menor, al otro lado de la puerta de la cocina. Lleva días ayudándome con la mudanza, haciendo de barrera emocional sin saberlo.

—Sí, necesito un poco de tiempo —le sonrío, fingiendo entereza como una actriz que aprendió a llorar sin que se le corra el rímel—. Tú vete, descansa. Yo estaré bien.

Mentira. Estoy hecha pedazos. Pero hay cosas que una hermana no debería cargar.

Lucía se va, y yo me quedo sola con el sonido de mis pensamientos rebotando contra las paredes. Es tarde, demasiado tarde. Y no puedo dormir. Porque cada vez que cierro los ojos, veo el rostro de Alexander, justo antes de que me dijera: "No sé cómo respirar sin ti."

Yo tampoco, Alexander.

Pero el amor no siempre basta.

Me echo sobre el sofá con una manta vieja y mi computadora sobre las piernas, intentando concentrarme en los papeles del nuevo trabajo que encontré por debajo del radar. Estoy lejos del radar de Alexander, de su mundo. O eso creía.

Un crujido.

No uno cualquiera. Uno que no pertenece a esta casa.

Me congelo.

¿Un ratón? ¿El viento? ¿Mi paranoia desatada otra vez?

No. Este no es un sonido natural. Es más… denso. Más… intencionado.

Dejo lentamente la laptop a un lado y me levanto descalza, caminando con cautela hacia la cocina. Las luces están apagadas, y me obligo a controlar el ritmo de mi respiración. No quiero pensar en lo que podría pasar. No quiero imaginar que algo me sigue. Que alguien...

—Bonita casa —una voz rasposa se arrastra desde la oscuridad—. Aunque más bonita eras tú entre los brazos de Blackwood.

El miedo me golpea como un ladrillo directo al pecho. No necesito verlo para saber quién es. O mejor dicho… lo que representa.

Marco Santoro. Uno de los hombres que Alexander me dijo que ya no representaba una amenaza.

Mentiroso.

—¿Qué haces aquí? —mi voz es un susurro armado de puro valor inventado. Mis pies buscan retroceder sin que se note.

Él da un paso al frente y entonces lo veo. Alto, cabello grasiento, barba desprolija y una sonrisa que huele a pólvora y sangre vieja.

—No seas así, Sofía. Solo vine a charlar. A ponernos al día. Tal vez… intercambiar recuerdos.

Siento cómo el estómago se me revuelve. ¿Dónde está mi teléfono? ¿Lo dejé en la cocina? ¿El bolso?

—No tienes idea de en lo que te estás metiendo —le escupo, fingiendo seguridad.

Él ríe.

—Oh, sí la tengo. Estás sola. Y él no está aquí para salvarte esta vez.

Cada palabra es como una daga.

Porque tiene razón. Alexander no está aquí. Porque yo lo saqué de mi vida. Porque creí que alejándome lo protegería a él… y a mí.

—¿Qué quieres? —pregunto, apretando los puños.

—Solo un mensaje —dice, dando un paso más—. Dile a tu novio que sus enemigos siguen vivos. Que los fantasmas no desaparecen solo porque los niega. Y que si te vuelve a poner en medio, la próxima vez no vendré a hablar.

Un zumbido se instala en mis oídos. La furia me quema los bordes del miedo.

—Yo no soy un mensaje —le escupo—. No soy de nadie.

—Oh, Sofía —su sonrisa se ensancha, cruel—. Todos somos de alguien. Incluso tú.

Y entonces se va. Así como apareció, se esfuma entre la oscuridad de la noche, dejándome con la garganta cerrada y el corazón golpeando como un tambor de guerra.

Me quedo ahí, helada. Hasta que mis piernas me fallan y me dejo caer al suelo. Lloro, pero no es miedo lo que siento. No ahora. Es rabia. Frustración. Una furia visceral que me sacude desde dentro.

Todo este tiempo huyendo. Todo este maldito esfuerzo por mantenerme lejos de Alexander, de su vida, de su sombra... ¿y para qué? Para que los fantasmas me encuentren igual.

Porque ese mundo no se borra con una despedida. No desaparece con una mudanza o una mentira piadosa.

Ese mundo me encontró. Y ahora tengo que elegir.

Puedo seguir corriendo, seguir fingiendo que la amenaza no existe, que mis sentimientos por Alexander no me consumen cada noche. O puedo volver y enfrentar todo lo que dejé atrás. A él. A su mundo. A mí misma.

Y, maldita sea, tengo miedo. Porque sé que volver significará arder otra vez. Que no hay amor sin guerra cuando se trata de nosotros.

Pero también sé esto: si los demonios ya vienen por mí, entonces prefiero luchar con él a mi lado. Prefiero enfrentar la oscuridad con su voz en mi oído que vivir una vida entera escondiéndome de lo que siento.

Miro el teléfono. Mis dedos tiemblan cuando marco su número.

No espero que conteste. No después de lo que le hice. Pero lo hace.

—¿Sofía? —su voz. Dios. Su voz.

Trago saliva.

—Necesito verte.

Silencio.

Luego, una sola palabra.

—Dime dónde estás.

Y por primera vez en días… respiro.

Porque aunque los demonios estén afuera, y las sombras se ciernan sobre mí, sé que él vendrá.

Y esta vez, no voy a correr.

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