Alexander
El mensaje me llegó como una maldita bala en el pecho.
No había un quizá, ni un lo está pensando. Solo una certeza cruel que me perforó desde dentro, desangrando lo poco que me quedaba de equilibrio. ¿Después de todo? ¿Después de lo que vivimos, después de cómo nos miramos, tocamos, dolimos…? ¿Ella simplemente decide desaparecer?
Otra vez.
—Maldita sea… —gruño mientras me levanto del asiento, el vaso de whisky en mi mano tiembla y termino arrojándolo contra la chimenea. El sonido del cristal quebrándose no apaga el rugido que siento por dentro. No esta vez. Esta vez no la dejaré ir.
No cuando todavía puedo saborearla en mis labios, olerla en mis sábanas, escuchar su risa apagada en los rincones de mi memoria. No cuando sé que me ama, aunque se esté arrancando el alma para protegernos a los dos.
El conductor apenas logra seguirme el paso cuando salgo como una tormenta por la puerta de mi casa. Me importa una m****a todo lo que tengo encima —negocios, amenazas, alianzas al borde del abismo—. Nada de eso importa si ella se va. Porque si Sofía se va, el resto del mundo puede arder.
Toco la puerta de su departamento una, dos, tres veces. Golpeo con los nudillos hasta que duele, hasta que escucho pasos apresurados al otro lado. Sé que está ahí. Puedo sentirla.
—Abre la puerta, Sofía.
Escucho el click de la cerradura y mi pecho se encoge como si el universo contuviera el aliento con cada uno de mis latidos. Y entonces, aparece ella.
Jodida visión. Descalza, con un suéter demasiado grande, el cabello recogido en un moño desordenado y los ojos… sus ojos me destrozan. Están enrojecidos, cansados, pero siguen siendo mi hogar.
—¿Qué estás haciendo aquí? —su voz tiembla, pero no es debilidad. Es miedo.
—Vine a detenerte.
—No tienes ese derecho.
—Tal vez no —admito, dando un paso hacia ella—. Pero tampoco tú tenías derecho a desaparecer así. Otra vez.
Ella aprieta los labios, y ese silencio me corta más que cualquier palabra.
—Sofía… ¿por qué?
—Porque no puedo más. Porque estoy cansada de vivir con miedo, de preguntarme si la próxima persona que toque la puerta viene a matarme o a arrastrarme de vuelta a un mundo que nunca pedí.
—¡Yo no soy ese mundo! —espeto, dolido.
—Tú eres ese mundo, Alexander. Lo llevas en la piel, en la mirada, en la forma en que me amas como si el amor fuera una sentencia.
Me río, sin humor.
—¿Y tú qué querías? ¿Un amor a medias? ¿Un “te quiero” que no se sintiera como fuego? ¿Un hombre que no te temblara las piernas con solo mirarte? Porque eso no soy yo, Sofía.
—Lo sé —susurra, y sus ojos brillan con lágrimas que se rehúsan a caer—. Por eso tengo que irme.
La rabia me abandona de golpe. Solo queda el miedo. El mismo miedo estúpido que nunca había sentido con nadie más. El miedo de perderla.
—¿Sabes cuánto te necesito? —mi voz se quiebra, más bajo, más honesto—. Maldita sea, Sofía, no sé cómo respirar sin ti.
Ella cierra los ojos, como si mis palabras fueran un veneno que ya conoce.
—Y yo no sé cómo respirar contigo, Alexander.
Su sinceridad me destruye. El peso de todo lo que le he hecho vivir, de todo lo que no he podido evitar, me cae encima como una losa.
—No quería hacerte daño.
—Lo sé. Pero no basta.
El silencio entre nosotros es espeso, cargado de todos los “te amo” que no dijimos en voz alta, de las noches compartidas en secreto, de los días que robamos a un futuro que nunca fue realmente nuestro.
Quiero besarla. Juro por Dios que mi cuerpo grita por tocarla, por hacerla olvidar todas las razones por las que quiere marcharse. Pero no me muevo. Esta vez, no.
—No vas a quedarte, ¿verdad? —pregunto con la voz áspera, como si ya conociera la respuesta pero necesitara escucharla de sus labios.
—No puedo.
Trago saliva. Duele. Maldita sea, duele más de lo que pensé que dolería.
—Entonces dime que no me amas. Mírame a los ojos y dime que no me amas, y me iré.
Ella tiembla. Solo un poco. Lo suficiente para que mi esperanza crezca como una llama débil. Pero no dice nada.
—Dímelo. Mírame. Di que no sientes nada y me iré sin mirar atrás.
Finalmente, alza la mirada. Y ahí está. Toda la verdad que no puede pronunciar.
—Ese es el problema, Alexander… —susurra, con la voz hecha trizas—. Te amo demasiado. Y por eso me voy.
Mi mundo se rompe en un segundo perfecto y cruel.
Ella da un paso atrás, y ese movimiento me mata más que cualquier despedida.
—Cuida de ti, por favor —añade, antes de cerrar la puerta.
El sonido del clic resuena como un disparo en mi cabeza. Y me quedo allí, solo, con el eco de sus palabras retumbando en mi pecho.
Te amo demasiado. Y por eso me voy.
Y no importa cuántas veces repita su nombre en mi mente, esta vez, sus palabras no son suficientes para mantenerla conmigo.
Pero juro que no será la última vez que la vea. Porque aunque ella se aleje…
yo no sé amar de lejos.