Sofía
Tres días.
Desde aquella noche en que Alexander me desnudó sin tocarme —cuando me escupió verdades que no sabía que dolían hasta que sangraron—, no he vuelto a saber de él. No hay mensajes. No hay llamadas. No hay esa forma suya tan insoportablemente adictiva de mirarme como si pudiese leer mis pensamientos más sucios.
Y lo odio. Lo odio por desaparecer.
Sigo viniendo a la oficina todos los días como si nada, fingiendo profesionalismo con esa coraza que aprendí a construir desde la universidad, la misma que uso para no dejar que nada me traspase. Pero con él… maldita sea, con él es diferente. Cada vez que paso frente a su despacho y veo la puerta cerrada, una parte de mí se agrieta.
—¿Sigues viva? —me pregunta Olivia, mi compañera de piso, mientras revuelve un tazón de cereales como si eso fuera la solución a todos los males del mundo.
—Depende del estándar —le respondo, encogiéndome de hombros.
—Si el estándar incluye no hablar, mirar la pantalla del móvil como una posesa y vestirte como si fueras al funeral de tu dignidad... entonces sí, sigues viva.
—Gracias por la sutileza —mascullo, dándole un sorbo a mi café frío.
—Sofía —Olivia baja el tazón y me mira con esa mezcla de compasión y advertencia que solo las mejores amigas saben hacer bien—. No puedes hacer esto contigo misma. Si ese idiota no te valora…
—No es eso —la corto antes de que siga. Porque si sigo escuchando que Alexander es “un idiota más”, voy a tener que confesar que no lo es. Que es todo lo contrario. Que es un hombre tan complejo, tan oscuro, tan jodidamente real que me da miedo admitir cuánto me importa.
Solo que... no estoy lista para decir eso en voz alta. Ni a ella. Ni a mí misma.
Y entonces, cuando ya me he resignado a su ausencia, él vuelve.
Es jueves. Las seis de la tarde. Estoy revisando contratos en mi escritorio con la música baja y el corazón algo anestesiado.
—¿Estás ocupada? —pregunta con una voz más grave de lo que recordaba.
Mi primer impulso es lanzarle la grapadora. El segundo, llorar. El tercero… bueno, el tercero involucra una mesa y poca ropa.
Pero respiro. Una. Dos. Tres veces.
—Solo un poco. ¿Qué necesitas? —le respondo con una frialdad que me cuesta sangre.
Él da un paso al interior. Luego otro.
Una invitación.
—Quiero que me acompañes.
Pestañeo. Una vez. Dos. Me aseguro de no estar soñando ni alucinando por falta de sexo.
—¿Perdón?
—Es el cumpleaños de mi madre —dice, como si eso explicara el Apocalipsis—. Estarán todos. Quiero que vengas.
Mi cerebro se detiene. ¿Alexander Blackwood pidiéndome que lo acompañe a algo familiar? Eso no es una grieta. Es una grieta con sismo de ocho grados.
—¿Y por qué yo? —pregunto, sin poder ocultar el desconcierto.
—Porque lo quiero —responde sin titubear—. Y porque necesito que veas quién soy. Todo. No solo lo que dejo ver aquí.
Me quedo en silencio. El aire se vuelve denso entre nosotros, como si la habitación se hubiese encogido.
No lo sé.
—Está bien —digo, con voz firme—. Acepto.
Una sombra de alivio cruza su rostro.
Y entonces, justo cuando gira para irse, se detiene.
—Ah, y Sofía… —dice sin mirarme—. No uses negro.
Ese hombre va a matarme. Literalmente o con sus contradicciones, aún no lo tengo claro.
El sábado llega demasiado rápido.
Tengo el vestido colgado desde anoche, uno azul oscuro que Olivia aprobó con una sonrisa perversa y un “eso grita mírame pero no me toques”, lo cual, considerando que voy al cumpleaños de su madre, probablemente no sea el mejor mensaje. Pero qué más da.
A las seis en punto, Alexander está en la puerta de mi edificio. No me manda un chofer. No envía su auto.
Y cuando me abre la puerta del coche, me doy cuenta de algo que no esperaba: está nervioso.
No lo demuestra con palabras. Lo hace con esos silencios tensos, con esa forma de ajustar el puño de la camisa cada tres minutos, con ese tic en la mandíbula que descubrí hace semanas.
—¿Estás bien? —me atrevo a preguntar mientras el coche arranca.
—No lo sé. Pero quiero que tú estés bien.
Mis pulmones olvidan cómo se respira.
—¿Tus padres saben que iré?
—No. Y probablemente me maten.
Sonrío.
Y, joder, ya me está gustando demasiado.
La casa de los Blackwood es una mansión. No, eso es quedarse corto. Es un castillo moderno, con columnas de mármol, jardines perfectamente diseñados y una iluminación tan cuidada que parece salida de una película.
Alexander me toma la mano al entrar.
Y eso, ese gesto que nadie más ve, es más íntimo que cualquier caricia.
—¿Lista? —murmura.
—¿Tú lo estás? —le respondo.
Me dedica una sonrisa rota.
—No lo sé. Pero esta noche… voy a intentar no esconderme.
Y con eso, entramos.
Los murmullos nos rodean. Los saludos. Las miradas curiosas.
Por primera vez, Alexander Blackwood me deja entrar.
Y sé que algo cambió.
Porque una grieta puede ser el principio de una ruptura.
Y esta... esta se siente como el comienzo de todo.