Alexander
No sé cuándo exactamente empezó a cambiar su mirada.
Pero lo hizo.
Antes, Sofía me miraba como si estuviera tratando de resolver un rompecabezas complicado… ahora me mira como si ya conociera la maldita imagen final.
Esa mañana, cuando entró a mi oficina con el informe en mano, su sonrisa fue cortés. Perfecta. Medida.
Y yo no soporto que ella me mire como si supiera.
Porque si ella sabe…
—¿Quieres decirme en qué estás pensando? —pregunto, con voz baja, demasiado baja.
Sus pestañas aletean una vez. Pero no se inmuta.
—Estoy trabajando.
Mentira.
Ella está haciendo malabares con emociones que aún no se atreve a decir en voz alta. Pero yo las huelo. Las intuyo.
Y porque esta maldita mujer ya es demasiado peligrosa para mí.
Paso la mañana con los dientes apretados y el control resbalándose de entre los dedos como arena mojada.
Pero no.
No desde que me desperté esta madrugada sudando y con su nombre en los labios.
Maldita sea.
Ella ve más allá del traje, del apellido, del dinero.
Y si ha empezado a ver mi pasado…
Antes de que llegue a mí.
La espero en mi oficina. No llamo. No envío un mensaje.
Y cuando lo hace, entra con esa mezcla de elegancia y fuego que me desarma desde el primer día.
Cierra la puerta detrás de ella. Me lanza esa mirada que ya no es inocente.
—¿Necesita algo, señor Blackwood?
Formal. Cortante. Irritantemente controlada.
Me levanto despacio de mi silla. Doy la vuelta al escritorio.
No todavía.
—Quiero saber por qué me estás mirando diferente —le digo sin rodeos.
Ella pestañea. Una. Dos veces.
—¿Diferente?
—No te hagas la idiota, Sofía. Eres muchas cosas, pero tonta no es una de ellas.
Se tensa. Le arden los ojos.
—¿Y usted siempre fue un cabrón con la gente que se preocupa por usted… o eso también lo aprendió después del accidente?
Silencio.
Un silencio que me corta. Que me desnuda.
Así que sí.
Y de pronto, toda mi fachada se tambalea.
No me muevo.
Solo la miro.
—No vuelvas a mencionar eso —digo finalmente, con voz rasposa.
—¿Por qué? ¿Porque duele? —replica, y da un paso hacia mí—. ¿O porque si hablamos de ello, se rompe el castillo perfecto de Alexander Blackwood?
—Porque no es tuyo —gruño—. Ese pasado no te pertenece, Sofía. No tienes derecho a revolverlo.
—¡No lo revolví! Me cayó encima. Como todo lo que usted se niega a compartir. Como todo lo que me lanza y luego se esconde.
El aire se vuelve denso. Casi irrespirable.
Y entonces lo hago.
—¿Crees que puedes salvarme? —susurro, con veneno en la voz—. ¿Es eso? ¿Quieres convertirte en mi redentora? ¿Jugar al ángel que cura al monstruo?
—¡No eres un monstruo! —me grita.
Y esa frase me atraviesa.
—No me tienes que proteger —continúa—. No necesito que me saques de tu vida para salvarme. No necesito que te escondas. ¡Maldita sea, Alexander, estoy aquí! ¡Y no me voy a ir solo porque tú no sabes cómo manejar tus emociones!
Su voz tiembla. Pero no retrocede.
Yo sí.
Doy un paso atrás. Como un cobarde.
Ella me mira. Y veo fuego.
Y debajo de todo eso…
—¿Vas a echarme? —pregunta con voz rota.
Silencio.
—¿Vas a hacer lo único que sabes hacer? ¿Cortar, destruir, cerrar la puerta?
Más silencio.
Ella da un paso más. Está frente a mí. Apenas un centímetro nos separa.
—Hazlo. Si vas a empujarme… hazlo. Pero no juegues a que no te importo, porque sabes que es mentira. Y yo no pienso irme a menos que tú me eches.
Y ahí está.
El límite.
Me rompo.
No lo hago en gritos.
—No quería que supieras —susurro, con la voz hecha polvo—. No quería que te doliera lo que me duele a mí. No quería que supieras cuán jodido estoy por dentro.
Sofía no responde. Solo me abraza.
Y eso… eso me destruye más que todo.
Porque nadie me abraza cuando estoy roto.
Y ella lo hace como si no le importara cortarse con mis pedazos.
Me quedo así. Con los ojos cerrados. Respirando su perfume.
Por primera vez en años, me permito sentir.
Y eso, irónicamente…
—Entonces no me sueltes —le digo al oído—. Porque no sé si voy a poder volver a sostenerme solo.