18

Alexander

No sé cuándo exactamente empezó a cambiar su mirada.

Pero lo hizo.

Y eso me jode más de lo que estoy dispuesto a admitir.

Antes, Sofía me miraba como si estuviera tratando de resolver un rompecabezas complicado… ahora me mira como si ya conociera la maldita imagen final.

Y eso no solo me pone en alerta.

Me revuelve por dentro.

Esa mañana, cuando entró a mi oficina con el informe en mano, su sonrisa fue cortés. Perfecta. Medida.

Demasiado medida.

Y yo no soporto que ella me mire como si supiera.

Como si estuviera esperando a que confiese algo.

Porque si ella sabe

Si de verdad se atrevió a escarbar…

Entonces estamos perdidos.

—¿Quieres decirme en qué estás pensando? —pregunto, con voz baja, demasiado baja.

Sus pestañas aletean una vez. Pero no se inmuta.

—Estoy trabajando.

Mentira.

No en eso. No solo en eso.

Ella está haciendo malabares con emociones que aún no se atreve a decir en voz alta. Pero yo las huelo. Las intuyo.

Porque son las mismas que yo he querido enterrar durante seis años.

Y porque esta maldita mujer ya es demasiado peligrosa para mí.

Paso la mañana con los dientes apretados y el control resbalándose de entre los dedos como arena mojada.

La observo de reojo en la sala de juntas.

En la cocina mientras se sirve café.

Incluso cuando se ríe con otra asistente, como si el mundo siguiera girando normal.

Pero no.

Nada está normal.

No desde que me desperté esta madrugada sudando y con su nombre en los labios.

No desde que noté que evita mi mirada, como si le doliera sostenerla.

No desde que sentí que algo entre nosotros… cambió.

Maldita sea.

Sofía no es como las demás.

Ella ve más allá del traje, del apellido, del dinero.

Y si ha empezado a ver mi pasado…

Tengo que detenerla antes de que llegue demasiado lejos.

Antes de que llegue a mí.

La espero en mi oficina. No llamo. No envío un mensaje.

Solo dejo la puerta entreabierta, sabiendo que vendrá.

Ella siempre viene.

Y cuando lo hace, entra con esa mezcla de elegancia y fuego que me desarma desde el primer día.

Cierra la puerta detrás de ella. Me lanza esa mirada que ya no es inocente.

No es sumisa.

Es desafiante.

—¿Necesita algo, señor Blackwood?

Formal. Cortante. Irritantemente controlada.

Me levanto despacio de mi silla. Doy la vuelta al escritorio.

Me acerco a ella. Demasiado.

Pero no la toco.

No todavía.

—Quiero saber por qué me estás mirando diferente —le digo sin rodeos.

Ella pestañea. Una. Dos veces.

Después… me sostiene la mirada.

—¿Diferente?

—No te hagas la idiota, Sofía. Eres muchas cosas, pero tonta no es una de ellas.

Se tensa. Le arden los ojos.

Bien. Prefiero su furia a su compasión.

—¿Y usted siempre fue un cabrón con la gente que se preocupa por usted… o eso también lo aprendió después del accidente?

Silencio.

Un silencio que me corta. Que me desnuda.

Así que sí.

Ella sabe.

Y de pronto, toda mi fachada se tambalea.

No me muevo.

No hablo.

Solo la miro.

Y deseo poder borrarle ese conocimiento de la cabeza.

Pero también… deseo que se quede.

—No vuelvas a mencionar eso —digo finalmente, con voz rasposa.

—¿Por qué? ¿Porque duele? —replica, y da un paso hacia mí—. ¿O porque si hablamos de ello, se rompe el castillo perfecto de Alexander Blackwood?

—Porque no es tuyo —gruño—. Ese pasado no te pertenece, Sofía. No tienes derecho a revolverlo.

—¡No lo revolví! Me cayó encima. Como todo lo que usted se niega a compartir. Como todo lo que me lanza y luego se esconde.

El aire se vuelve denso. Casi irrespirable.

Y entonces lo hago.

Cruzo el límite.

El que juré no volver a cruzar.

—¿Crees que puedes salvarme? —susurro, con veneno en la voz—. ¿Es eso? ¿Quieres convertirte en mi redentora? ¿Jugar al ángel que cura al monstruo?

—¡No eres un monstruo! —me grita.

Y esa frase me atraviesa.

Porque no suena a mentira.

—No me tienes que proteger —continúa—. No necesito que me saques de tu vida para salvarme. No necesito que te escondas. ¡Maldita sea, Alexander, estoy aquí! ¡Y no me voy a ir solo porque tú no sabes cómo manejar tus emociones!

Su voz tiembla. Pero no retrocede.

Yo sí.

Doy un paso atrás. Como un cobarde.

Como un niño.

Como un hombre al que acaban de desarmar con cinco frases.

Ella me mira. Y veo fuego.

Furia.

Dolor.

Y debajo de todo eso…

Amor.

Un amor que no debería estar ahí, pero está.

Y arde.

—¿Vas a echarme? —pregunta con voz rota.

Silencio.

—¿Vas a hacer lo único que sabes hacer? ¿Cortar, destruir, cerrar la puerta?

Más silencio.

Ella da un paso más. Está frente a mí. Apenas un centímetro nos separa.

—Hazlo. Si vas a empujarme… hazlo. Pero no juegues a que no te importo, porque sabes que es mentira. Y yo no pienso irme a menos que tú me eches.

Y ahí está.

El límite.

La línea.

La caída.

Me rompo.

No lo hago en gritos.

Ni en lágrimas.

Me rompo en el silencio. En la forma en que mis hombros se derrumban. En cómo mi mano busca su cintura sin permiso. En cómo apoyo la frente contra la suya, como si ella fuera la única cosa sólida en este mundo de m****a.

—No quería que supieras —susurro, con la voz hecha polvo—. No quería que te doliera lo que me duele a mí. No quería que supieras cuán jodido estoy por dentro.

Sofía no responde. Solo me abraza.

Y eso… eso me destruye más que todo.

Porque nadie me abraza cuando estoy roto.

Y ella lo hace como si no le importara cortarse con mis pedazos.

Me quedo así. Con los ojos cerrados. Respirando su perfume.

Dejando que el silencio lo diga todo.

Por primera vez en años, me permito sentir.

Y eso, irónicamente…

me libera.

—Entonces no me sueltes —le digo al oído—. Porque no sé si voy a poder volver a sostenerme solo.

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