20

Alexander

La mansión de los Blackwood es enorme, más de lo que uno podría imaginar. Cada rincón parece sacado de una película de época, con sus muebles antiguos, candelabros brillando como estrellas en el techo y esos ecos profundos que hacen que cada paso resuene demasiado.

Pero no me importa. Mi mente está completamente en otro lugar. Está en ella.

Sofía.

Es curioso cómo puede cambiar el aire cuando ella está cerca. En un lugar como este, donde todo parece frío y distante, Sofía tiene la capacidad de hacerlo todo cálido. Me sorprende cómo se mueve entre los invitados con esa calma, sin dejar que el ambiente elegante la intimide. Se ve perfecta, con ese vestido azul que le queda como un segundo piel. Y aunque su sonrisa es sutil, cada vez que me mira de reojo, siento que el mundo entero desaparece.

La m****a de la mansión, las miradas inquisidoras, los murmullos... todo se desvanece. Solo queda ella.

—No te preocupes, no los vas a desentonar. —Es lo único que le digo mientras me aseguro de que no se sienta fuera de lugar. Como si ella lo hiciera, como si en algún momento pudiera sentir que no encaja en este mundo tan distante de lo que representa para mí.

Se ríe ligeramente, una risa que ni siquiera sabe que me derrite. Yo debería estar preocupado, debería estar concentrado en el hecho de que ella está aquí, en un terreno completamente ajeno, rodeada de mi familia, de mis amigos, de los malditos que podrían ver la debilidad en este gesto. Pero no lo estoy.

Me preocupo por ella. Me preocupo por cómo se siente. Y eso me aterra.

La noche avanza entre charlas vacías y risas forzadas, pero Sofía está conmigo, a mi lado. Y eso es lo único que importa. Los demás me miran como si fuera un dios, pero mi atención está solo en ella. No me molesta que se sorprendan al verme tan... suave. No me importa que nadie me reconozca. Lo único que me molesta es que Sofía lo note.

Porque ella puede leerme. Y me asusta.

Cuando el vino comienza a fluir y las conversaciones se hacen más relajadas, nos acercamos a la esquina del salón. Es un rincón tranquilo, apartado, con una vista que da a los jardines iluminados. Me alejo de la multitud, porque quiero estar solo con ella.

Y entonces lo escucho.

Una voz familiar, una de esas que no quiero oír.

—Pobre Alexander. Nunca se recuperó de ella. —Es la voz de mi tía, voz suave pero llena de esa lástima que no sé cómo soportar.

Mi cuerpo se tensa al instante. Sé que Sofía también lo escuchó. La puedo sentir al lado mío, inmóvil, respirando con esa calma que, inexplicablemente, me tranquiliza.

Mi tía continúa, sin saber que lo que está diciendo me está desgarrando:

—Era la única mujer que lo conocía de verdad. Pero después de ella, nunca volvió a ser el mismo.

Yo lo sé. Yo lo siento.

Pero no puedo decir nada. No puedo ponerles freno, porque lo que me dicen es la verdad. Nadie lo sabe, pero ellos lo intuyen. Nadie lo sabe, pero... ella lo sabe.

Sofía me mira, y veo la comprensión en sus ojos. No dice nada, pero sus ojos... maldita sea, esos ojos lo dicen todo. Ella sabe lo que estoy sintiendo. Sabe que la herida sigue fresca, que no es solo el pasado lo que me arrastra, sino también el miedo de volver a caer.

—¿Te vas a quedar ahí todo el tiempo? —pregunta, su voz apenas un susurro, pero las palabras resuenan como un golpe directo a mi pecho.

Me giro hacia ella, viéndola de cerca. Su expresión es de comprensión, pero también de curiosidad. Y esa curiosidad me desconcierta, me hace perder el control. Porque no quiero que sepa todo. No quiero que vea cómo estoy quebrado por dentro.

—No te preocupes por mí, Sofía. —Mi tono es más duro de lo que debería, pero la necesidad de distanciarla se convierte en una prioridad que no puedo ignorar.

Pero ella no se inmuta. No retrocede. No me deja.

—No te estoy mirando con lástima, Alexander. No me hagas creer que es eso lo que piensas. —Sus palabras son frías, directas, firmes. Y esa firmeza me hace recordar que ella es la única que ha estado capaz de tocar lo que nadie más ha tocado.

Puedo sentir cómo mi guardia empieza a caerse.

Y me aterra.

—¿Qué quieres de mí? —pregunto, la angustia apoderándose de mis palabras. No me atrevo a mirar más allá de sus ojos, porque no quiero ver lo que no estoy listo para ver.

—No quiero nada de ti, Alexander —responde, y por un segundo, sus palabras me desconciertan, pero también me dan algo que nunca me dieron las demás: paz. El no querer nada de mí es un respiro. No me pides nada. No me haces sentir que debo demostrar algo. Solo estás aquí. Solo estás conmigo.

El silencio se hace más profundo. La distancia que separa nuestras bocas se estrecha. No sé cómo ni cuándo, pero nuestras respiraciones están entrelazadas. Los latidos de nuestros corazones se sincronizan, y todo lo que puedo escuchar es su respiración, su vida, a un centímetro de mí.

La pregunta que me había estado ahogando toda la noche surge, y no puedo evitarla. Mi voz, suave, vulnerable, casi quebrada, sale sin que pueda detenerla.

—¿Alguna vez creíste que... podrías sentir algo así de nuevo?

Ella no responde de inmediato. Me mira, y en sus ojos veo algo que me hace pensar que sí. Que ella lo sabe. Que, de alguna manera, lo entiende.

—No —responde al final, con una sinceridad tan brutal que me corta el aliento—. Pero me doy cuenta de que, si tú no me dejas, no voy a poder evitarlo.

Esas palabras, esas malditas palabras, son la llave que abre la puerta a todo lo que había estado intentando evitar. Y en ese momento, ya no puedo resistirme más. La beso. Con la desesperación de quien ha estado conteniendo el deseo durante demasiado tiempo. Con la necesidad de reclamarla, de hacerla mía, de finalmente romper todas las barreras que nos separan.

Y, por primera vez en mi vida, no me importa nada más.

Ella se aferra a mí con la misma intensidad. Sus manos recorren mi espalda, deshaciendo el nudo de tensión que he estado arrastrando durante años. Mi cuerpo responde como nunca antes, con una urgencia que no sabía que existía.

Cuando finalmente nos separamos, ambos respiramos entrecortados, nuestros cuerpos pegados, sin aliento. Pero todo lo que sé es que no hay vuelta atrás.

Y no la quiero.

Lo que empieza esta noche, no se detendrá.

Porque con ella, por fin me he quedado sin defensa.

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