El dolor la despertó.
Al principio pensó que era parte de un mal sueño. Un ardor punzante, como si algo le quemara la piel desde dentro. Pero cuando se sentó bruscamente en la cama y se bajó el cuello de la camiseta, supo que aquello no era producto de su imaginación.
—¿Qué demonios...? —murmuró, con la voz ronca por el sueño interrumpido.
Allí, justo en la clavícula izquierda, su piel se estaba tiñendo de un color ámbar oscuro, como si alguien le estuviera tatuando desde el interior. El diseño parecía un espiral de líneas finas entrelazadas, que se ramificaban como raíces en expansión.
Intentó tocarlo, pero un calor punzante la hizo soltar un grito.
—¡Ah! ¡Mierda!
La puerta de su habitación se abrió de golpe, revelando a una mujer entrada en años, de cabello blanco recogido en una trenza y ojos que brillaban con sabiduría ancestral. Era Alina, la más anciana de la manada. La misma que siempre observaba a Lina con una mezcla de ternura y gravedad.
—Lo supe —dijo con voz firme, como si