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La habitación estaba en silencio, salvo por la respiración tranquila de Kian, que parecía ajeno a la tormenta que se desataba en mi interior. Lo observé dormir, con el pecho subiendo y bajando, como si el mundo fuera simple y seguro, como antes.

Mis dedos rozaron su mejilla suavemente, un contacto ligero que quemaba más que mil llamas. ¿Cómo decirle adiós cuando las palabras se me atoraban en la garganta? ¿Cómo explicarle que esta vez no había vuelta atrás?

La oscuridad de la noche se colaba por la ventana, mezclándose con la débil luz de la luna. Sentí el frío envolverme, como un presagio. Aun así, en mi pecho ardía una llama que no podía apagar.

Me levanté sin hacer ruido, mis pasos eran ecos en el suelo frío. Cada paso me acercaba al destino que había elegido, a ese altar donde el ritual final nos esperaba.

No hubo lugar para dudas. Sabía que mi alma sería el sello, el sacrificio que encerraría para siempre a Elarian, deteniendo su caos. Pero también sabía que partiría con ella, de
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