Volver a casa nunca había sido tan amargo y dulce al mismo tiempo. Cruzar el umbral de nuestro refugio y encontrar a Kian allí, desplomado contra la pared, con la respiración agitada y las manos manchadas de tierra y sangre, fue como recibir un golpe directo al pecho. Su piel pálida contrastaba con esos ojos que, a pesar de todo, brillaban con un fuego que parecía negarse a apagarse.
—Lina... —su voz fue un susurro roto, como si cada palabra le costara un esfuerzo enorme—. Estuve a punto de perderte. Casi muero buscándote.
La culpa se me clavó en el estómago como un puñal. “¿Qué clase de egoísta soy para poner a Kian en ese peligro?”, pensé con un nudo que apretaba mi garganta.
Pero antes de que pudiera acercarme, él se levantó con dificultad y, con un tono seco, casi acusador, dijo:
—¿Sabes cuánto te busqué? ¿Sabes cuánto sufrí pensando que… no volverías?
Sentí el peso de sus palabras caer sobre mí, y por primera vez en días, la coraza que había levantado para protegerme se resquebra