Entrar en el plano espiritual de Kian fue como caer en un laberinto de sombras y recuerdos fragmentados, una realidad distorsionada donde el tiempo se doblaba y los ecos del pasado resonaban con un dolor tan intenso que parecía tangible. No era un lugar físico, sino una mezcla confusa de emociones, memorias y oscuridad, donde cada paso me llevaba más profundo en su mente y su alma rota.
Mis sentidos se agudizaron al instante. El aire estaba pesado, casi irrespirable, y la luz era tenue, filtrándose a través de grietas invisibles como si intentara abrirse camino en un mundo que había sido consumido por la desesperación. Frente a mí se extendía un paisaje desolado: árboles marchitos, cielos grises y un silencio tan absoluto que el latido de mi propio corazón parecía un estruendo.
—Kian —llamé con voz firme, intentando mantenerme anclada en mi propósito—. Aquí estoy. No te dejaré solo.
Pero no hubo respuesta. Solo el eco vacío de mis palabras.
Sabía que estaba entrando en lo más profundo