El amanecer pintó el bosque con tonos dorados y violetas. Las hojas susurraban una canción tranquila entre las ramas mientras Lina, aún envuelta en una manta, observaba en silencio desde lo alto de una colina. Su cuerpo había vuelto a la forma humana hacía apenas unas horas, pero su mente aún danzaba con los instintos recién despertados. Sentía cada sonido, cada latido del bosque, como si fuera parte de ella. Porque ahora lo era.
—¿Sabes que tu madre también temblaba la primera vez que sintió el llamado del lobo?
La voz de su tío la hizo girarse. No lo había oído acercarse. Como siempre, Giovanni era una sombra elegante, discreta, con ese modo de moverse que parecía coreografiado por el viento.
—¿Mi madre? —preguntó Lina, parpadeando—. Nunca hablas de ella.
Giovanni esbozó una sonrisa triste y se sentó a su lado, cruzando las piernas como cuando ella era niña.
—No lo hago, porque hablar de ella aún duele. Pero creo que es momento de que sepas la verdad.
Lina lo observó, esperando.
—Tu