El frío de la madrugada aún cubría el claro cuando llegué al círculo de piedras donde Asha solía esperarme. La niebla reptaba por el suelo como un susurro, y el aire olía a tierra húmeda y hojas quemadas. Asha, con su túnica parda y el cabello trenzado con plumas, me observaba en silencio mientras me acercaba. Sus ojos, de un ámbar profundo, parecían leerme sin necesidad de palabras.
—Hoy no correrás, loba —dijo, con su voz rasposa y sabia—. Hoy vas a recordar.
Me detuve a unos pasos de ella, sintiendo cómo el peso de su mirada se hundía en mi alma. En sus manos sostenía una vasija humeante. El aroma era denso, herbal, con una nota dulzona que me mareó al instante.
—¿Recordar qué? —pregunté con cautela.
—A tu madre. A lo que llevas en la sangre. No puedes seguir avanzando sin mirar atrás, Lina.
El corazón me latió con fuerza. Hacía semanas que había soñado con ella: una sombra con ojos dorados, siempre al borde de decirme algo. Siempre desapareciendo justo cuando la alcanzaba.
Asha ex