La noche había caído como un manto espeso sobre la manada. Las nubes cubrían la luna, ocultando su rostro tras una cortina de sombra. Lina no lograba dormir. Su cuerpo ardía. No de fiebre, sino de algo más profundo, más visceral. Una energía extraña se agitaba en sus entrañas, como si algo intentara rasgar su piel desde adentro.
Salió de la cabaña en silencio, descalza, sintiendo la tierra húmeda bajo los pies. Su respiración era irregular. El corazón le martillaba el pecho. Algo no estaba bien.
Caminó hacia el bosque, como si una fuerza invisible tirara de ella, arrastrándola hacia lo desconocido. No sabía por qué, pero necesitaba alejarse.
Y entonces, sucedió.
Un rugido, no humano, brotó de su garganta. Se dobló en dos, jadeando, mientras su columna parecía quebrarse y recomponerse en una sola ola de agonía.
—¡Ahhh! —gritó, cayendo de rodillas al suelo.
Su visión se tornó roja. El aire se volvió espeso, irrespirable. Sentía como si su piel ardiera, estallara en llamas desde adentro.