La noche caía serena sobre la mansión, extendiendo sombras suaves por los pasillos. Afuera, el jardín permanecía bañado por la luz de la luna llena, que se alzaba majestuosa en el cielo, mientras el canto de los grillos y el susurro de los árboles componían la melodía tranquila de esa hora tardía. En el piso superior todo estaba en silencio. Los niños dormían en sus habitaciones, envueltos en sueños inocentes. Cada respiración pausada que Zoe escuchaba al besarlos antes de bajar era una confirmación de que, al menos por esa noche, el mundo estaba en paz.
Para Zoe, sin embargo, el descanso parecía un lujo inalcanzable. Desde que Arthur había aceptado el puesto en la universidad, algo dentro de ella había cambiado. Los días en que él daba clases salía muy temprano y regresaba tarde, agotado, pero pleno. Ella se sentía orgullosa de él, del hombre que nunca permitió que la silla de ruedas definiera los límites de su vida. Y aun así, un hábito se había arraigado en su rutina: no podía dorm