Ella se levantó otra vez, esta vez sin resistencia. Aún sonreía, pero el corazón le latía descompasado: una mezcla de nervios y expectación que la hacía sentirse viva de un modo distinto. Retiró la campana de cristal que cubría las dos copas de mousse de chocolate con fresas frescas. Las manos le temblaban apenas.
Arthur la observaba en silencio, los ojos siguiéndola como si cada movimiento suyo fuera una danza creada solo para él. En esa mirada había respeto, pero también deseo contenido, alerta. No era prisa. Era hambre. Hambre de ella.
Cuando Zoe colocó las copas sobre la mesa, Arthur extendió la mano y rozó suavemente su muñeca, deteniéndola un segundo.
—Estás exactamente como el día de nuestra primera vez... —dijo en voz baja, con una sonrisa apenas curvada en los labios—. Me alegra saber que todavía logro ponerte nerviosa.
Zoe alzó los ojos lentamente, atrapada por el tono aterciopelado de su voz. Sintió que el rostro se le calentaba, pero se negó a rendirse tan fácil. Sonrió de