Zoe murmuró:
—Sí… pero gracias. Por todo. Y tranquila, le prometo que no dejaré de hablar con usted.
Las dos se abrazaron por última vez. Zoe se despidió de Otto con un gesto contenido, tomó su celular y pidió un Uber. Salió sin mirar atrás.
En el asiento trasero del coche, no pudo contener el llanto. Las lágrimas caían silenciosas, pesadas, como si arrastraran el peso de todas las verdades que fingió no ver. El conductor, un hombre de cabello gris y mirada serena, la observó discretamente por el retrovisor, respetando su silencio, aunque con preocupación.
Pasaron algunos minutos antes de que él rompiera el silencio con voz calma, pero firme:
—Señorita… ¿está bien?
Zoe no respondió. Solo negó con la cabeza, apretando los ojos como si eso pudiera contener el dolor.
El hombre suspiró y, sin apartar la vista del camino, dijo algo que sonó más a advertencia que a consuelo:
—Sé que ahora todo parece fuera de lugar… que su vida se dio vuelta de la noche a la mañana. Pero nada de esto es cas