Zoe caminó con pasos duros, sin mirar a los lados, como si los sonidos de los monitores y los respiradores fueran agujas invisibles punzándole la mente. La enfermera que la acompañaba señaló la puerta del box con un leve gesto, pero Zoe casi ni lo registró. Tenía la mirada clavada en el vidrio, detrás del cual Arthur yacía inmóvil.
Había demasiados tubos.
Demasiadas máquinas.
Demasiado silencio.
Se detuvo antes de entrar. Observó durante segundos larguísimos —o tal vez eternos— a ese hombre que, horas antes, había sido pura velocidad, voz y mentira. Ahora era solo cuerpo. Un cuerpo herido, vulnerable, conectado a cables y cifras. El pecho subía y bajaba de forma controlada, como si cada respiración necesitara permiso.
Zoe inspiró hondo, una, dos veces, como si ensayara para no desmoronarse. Abrió la puerta con cuidado y recibió el olor metálico y estéril de la sala. Sus tacones resonaron sobre el piso claro de resina, cada paso más pesado que el anterior.
Se detuvo junto a la cama, co