La luz de la tarde se filtraba débilmente por las ventanas de la Unidad de Cuidados Intensivos, tiñendo el suelo blanco y los aparatos que rodeaban la cama de Arthur con tonos pálidos. El pitido constante del monitor cardíaco era la única banda sonora de aquel ambiente estéril y silencioso. El respirador susurraba suavemente, aunque Arthur ya respiraba por sí mismo. Hacía horas que permanecía sedado, pero en ese instante, sus dedos se estremecieron.
El médico residente que estaba a su lado lo notó enseguida y llamó rápidamente al titular. En cuestión de segundos, dos profesionales se acercaron a la cama mientras la enfermera ajustaba los parámetros de la máquina. El médico jefe, un hombre de mirada experimentada, colocó una mano sobre el hombro de Arthur.
—¿Arthur? ¿Doctor Arthur? ¿Puede oírme?
Sus ojos se movieron bajo los párpados, y con esfuerzo, se abrieron lentamente. El techo blanco apareció como una mancha difusa. Los sonidos comenzaron a volverse más nítidos.
—¿Dónde… estoy? —