Arthur estaba inmóvil, sentado al borde de la cama, la sábana enrollada en la cintura, los ojos desorbitados y la respiración entrecortada. Todo le parecía una pesadilla que no terminaba. Cerró los ojos, se llevó las manos a la cabeza y trató, con todas sus fuerzas, de recordar qué había pasado realmente. Fragmentos desordenados venían a su mente: música alta, copas brindando, un baile con Sabrina, más alcohol…
Pero nada después de eso.
Un leve suspiro a su lado lo hizo congelarse. Giró lentamente y vio a Sabrina comenzar a despertar, estirándose con una sonrisa perezosa en los labios, aún con los ojos cerrados.
—Buenos días, doctor… —murmuró ella con la voz ronca, parpadeando lentamente mientras se acostumbraba a la luz del cuarto.
Arthur no respondió. Solo la miraba, mudo, como esperando que ella negara todo, que dijera que aquello era un malentendido, una broma cruel.
Sabrina jaló la sábana para cubrirse mejor y entonces notó su expresión. Fingió sorpresa.
—¿Qué cara es esa?
Arthur