La luz suave de la mañana entraba por los ventanales de la mansión de Arthur, extendiéndose en franjas doradas por el dormitorio elegante y silencioso. Zoe dormía tranquilamente, con el cabello suelto sobre la almohada y las sábanas blancas cubriendo su cuerpo menudo. Arthur, despierto desde hacía rato, la observaba en silencio con una sonrisa serena.
Se acercó despacio y se tumbó a su lado. Los besos suaves que depositó primero en su hombro y luego en su mejilla hicieron que ella se moviera, con los ojos aún entreabiertos.
—Mmmm… —murmuró Zoe, intentando seguir dormida—. ¿Vas a seguir con ese misterio? ¿No vas a decirme adónde vamos?
Arthur sonrió, acariciándole el cabello.
—Sorpresa. Pero tenemos que apurarnos. Ven a ducharte conmigo o llegaremos tarde.
Zoe bostezó y se estiró.
—Ve tú primero. Yo ya voy.
Arthur se levantó y fue al baño. Mientras el agua comenzaba a correr, Zoe se sentó en la cama y volvió a estirar los brazos. El móvil de Arthur, sobre la mesilla, empezó a sonar.
—¡