Celina se pasó la mano por el rostro, ahogada por el dolor.
—Y lo peor… es que yo me culpaba. Me castigaba cada día. Me repetía que todo aquello era un castigo. Porque me había entregado a César antes del matrimonio, desobedeciendo la educación que mis padres me dieron. Mi madre siempre decía que el sexo era solo después del altar. Y porque… me casé con un hombre que ellos jamás aprobarían. Traicioné los valores que me enseñaron… y por eso… pensaba que merecía todo aquello.
Acarició su vientre con delicadeza.
—Cuando dormí contigo… sabía que estaba haciendo algo “malo”. Me sentí fatal después, porque, en el papel, aún existía una partida de matrimonio. Una parte de mí gritaba que aquello estaba mal. Pero, en la práctica… él y yo ya estábamos separados hacía mucho. Separados de cuerpo, de alma, de todo. Solo quedaba el apellido… y ni eso importaba ya.
Bajó la mirada, la voz quebrada.
—Él decía que ningún otro hombre me querría como mujer. Que yo era común, que no tenía nada especial. M