Aquella tarde, Celina no volvió a ver a Thor. Desde la conversación fría, sentía el pecho cargado como si llevara una losa de cemento. Las palabras no dichas resonaban en su mente como tambores apagados, y cada paso dentro de la agencia parecía más pesado que el anterior.
Faltaba poco para terminar la jornada cuando tomó el celular y escribió rápido a Zoe:
“¿Vas a la facultad o directo a casa?”
La respuesta llegó casi al instante:
“¡A casa! Te espero en la recepción.”
Poco después, ya estaban en la calle, cruzando la acera a toda prisa hacia el metro. El movimiento era intenso, como siempre a esa hora, pero Celina, con la barriga aún discreta, recibió prioridad para entrar y logró sentarse. Zoe permaneció de pie a su lado, bromeando con una señora simpática que también miraba a la amiga embarazada con una sonrisa solidaria.
Tras la combinación de trenes y un autobús abarrotado, bajaron agotadas, y Celina la tomó del brazo con un ruego tímido:
—¿Puedes acompañarme al supermercado? Toda