Celina soltó una risa débil, pero auténtica. Por primera vez en el día, su rostro se suavizó.
Zoe recogió la mesa, lavó los platos y las dos se quedaron conversando hasta tarde. Cuando la amiga se fue, dejando un beso y un “aquí estoy para lo que sea”, Celina se cepilló los dientes, se sentó en la cama y encendió la computadora portátil.
Abrió el archivo de la novela que había comenzado en la casa de campo y dejó que sus dedos volaran sobre el teclado. Las ideas llegaron como un vendaval, y cuando miró el reloj, ya eran casi las tres de la madrugada.
Se durmió con la cabeza ligera, aunque con el corazón todavía cargado. Sin embargo, una pequeña chispa de esperanza comenzaba a prender dentro de ella.
Al día siguiente, la mañana en el hospital transcurría en silencio, excepto por el sonido amortiguado de los monitores cardíacos y el ir y venir de enfermeras apresuradas. En la habitación 408, Isabela estaba recostada en la cama, con una bata blanca, el cabello cuidadosamente suelto sobre