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EL JEFE QUE ODIÉ AMAR
EL JEFE QUE ODIÉ AMAR
Por: Débora Oliveira
1 - EL DESCUBRIMIENTO DE LA TRAICIÓN

El silencio cortante de la mañana fue el primer golpe que recibió Celina al despertar. No era solo la ausencia de sonido, era la ausencia de él. Otra vez. La sábana de satén, fría e intacta a su lado, gritaba una verdad que ya no podía ignorar: César no había vuelto a casa. Y eso se repetía desde hacía meses.

Con los ojos aún pegados por la mala noche, permaneció inmóvil, mirando el techo blanco de la gigantesca habitación que parecía más un escenario abandonado. La mansión, imponente por fuera, era ahora una prisión dorada por dentro. El lujo de los muebles, las obras de arte en las paredes, los arreglos florales perfectamente cambiados por las manos de las empleadas... todo era superfluo ante el vacío que consumía su pecho.

Se sentó lentamente, con un nudo en la garganta. Sus pies descalzos tocaron el suelo helado. El eco de sus propios pasos, mientras caminaba hacia el armario, parecía burlarse de la soledad que la rodeaba. Se detuvo frente al enorme espejo y se miró.

El reflejo le hizo contener la respiración.

«¿Estoy fea?», pensó, apretándose los brazos como si buscara refugio en sí misma. «¿Estoy envejeciendo? ¿Habrá encontrado a alguien mejor? ¿Más guapa? ¿Más interesante?».

Sus ojos escudriñaban su propio cuerpo con una crueldad silenciosa. Las ojeras delataban noches de mal sueño. La piel estaba apagada, sin el brillo que solía tener. Los labios, secos, ya no sonreían como antes. El brillo de los ojos... había desaparecido. Pero lo peor no era lo que veía. Era lo que sentía.

«¿Dejé de ser suficiente?».

Respiró hondo, con los ojos llenos de lágrimas. Su voz interior le susurraba todas sus inseguridades: el rechazo, la soledad, el miedo a ser olvidada, descartada. Esa mujer en el espejo no era la Celina que César conoció. Pero estaba allí. Herida, sí. Pero aún en pie.

Se llevó la mano al cabello suelto y, en ese momento, una chispa se reavivó. No era ira. Era dolor transformándose en impulso.

«No voy a destruirme por esto...», murmuró con voz entrecortada. «Voy a recordar quién soy».

Decidida, comenzó a elegir ropa. Ropa que no usaba desde hacía tiempo. Vestidos que acentuaban sus curvas, zapatos que la hacían caminar con seguridad. Rebuscó en los cajones hasta encontrar una lencería negra de encaje fino, aún con la etiqueta puesta. Un regalo de una época en la que aún creía que se amarían para siempre.

Lo separó todo con cuidado. Luego llamó al spa al que solía ir antes de que su vida comenzara a desmoronarse.

Horas más tarde, Celina estaba inmersa en un proceso de renacimiento. Las delicadas manos de la esteticista masajeaban sus tensos hombros, mientras una suave lista de reproducción llenaba el ambiente. Se hizo la manicura, se depiló, se cuidó la piel y el cabello. El maquillaje resaltó sus ojos verdes y suavizó sus rasgos marcados por el cansancio.

Cuando se miró en el espejo del salón, al final de la tarde, apenas se reconoció. La mujer que la miraba era deslumbrante. Fuerte. Lista.

Al volante, el cielo nublado acompañaba su trayectoria hasta el edificio espejado de Brown Advocacia. Cada kilómetro recorrido era un enfrentamiento con sus propios sentimientos. En su corazón, un torbellino: miedo, esperanza, dolor, deseo, duda.

No sabía lo que encontraría allí.

Solo sabía que tenía que intentarlo.

Necesitaba mirarlo a los ojos. Necesitaba recordar lo que alguna vez fueron. Necesitaba, al menos una vez, luchar por sí misma, no como la esposa que fue dejada de lado, sino como la mujer que aún merecía amor.

Cuando estacionó frente al edificio, ya estaba anocheciendo, el cielo estaba cargado de nubes oscuras. La jornada laboral estaba a punto de terminar.

Y Celina estaba lista para la verdad.

Se dirigió al ascensor y siguió hasta la sala de la presidencia.

Celina abrió la puerta de la oficina y su mundo se derrumbó.

César, su marido, estaba entrelazado con el cuerpo de otra mujer.

Nicole estaba tirada sobre la mesa, con el cabello rubio despeinado, los labios entreabiertos en puro placer. Tenía las piernas enroscadas en la cintura de César y las manos clavadas en su espalda.

Ella fue la primera en notar su presencia. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro. Sus ojos brillaban con malicia, como si ya esperara ese momento, como si quisiera que Celina la viera allí, tomando lo que era suyo.

Solo entonces César se dio cuenta de que su esposa estaba parada en la puerta. Se volvió lentamente, sin prisa, sin sobresalto. La mirada que le dirigió a Celina no mostraba culpa. No mostraba arrepentimiento. Solo frialdad.

Como si nada hubiera pasado.

Como si ella no significara nada.

César solo la miró, sin emoción, y continuó el acto con la secretaria fríamente.

Celina dio un paso atrás, sintiendo que no podría soportar ni un segundo más allí, se dio la vuelta y salió llorando, trastornada.

Se metió en el coche y, sin pensarlo, se detuvo en el primer bar que vio y se puso a beber. Al salir, arrancó el motor y aceleró. Se fue sin rumbo por las calles de São Paulo.

Llovía ligeramente, mezclándose con las lágrimas que corrían por el rostro de Celina. Conducía sin rumbo, jadeando, con la mente entumecida por el dolor de haber descubierto la traición. El mundo parecía girar a cámara lenta, hasta que todo se aceleró en un segundo.

Se saltó un semáforo en rojo sin darse cuenta.

Apareció una silueta. Un cuerpo. Un impacto.

—¡Dios mío! —gritó, pisando el freno con fuerza.

El coche se detuvo con una sacudida brusca. Celina corrió hacia delante, con el corazón en un puño.

El hombre yacía en el suelo, gimiendo en voz baja. Era un vagabundo, pero no como ella imaginaba. Tenía un cuerpo fuerte, hombros anchos y definidos incluso bajo la camisa mojada. Su rostro, a pesar de la suciedad, era bonito. Revelaba rasgos firmes y ojos intensos.

— ¿Estás bien? Yo... ¡no te vi! ¿Quieres ir al hospital? —preguntó, agachándose a su lado.

—Estoy bien... creo. Solo me duele la pierna. Pero estoy vivo —dijo, tratando de levantarse.

Celina dudó. El apellido Brown pesaba en su mente. El miedo a que alguien la reconociera, a que todo saliera en las noticias al día siguiente, le oprimía el pecho. Un escándalo arruinaría aún más lo que quedaba de su vida.

— Mira... puedo ayudarte. No quieres ir al hospital, pero... puedo llevarte a un hotel. Un lugar cálido donde descansar, darte una ducha, cuidarte.

— ¿Por qué harías eso?

— Porque yo... necesito hacer algo.

Él la miró con recelo, pero luego asintió. Ella lo ayudó a subir al coche. El silencio era tenso.

Cuando llegaron al hotel, era sencillo y discreto. Celina subió con él a la habitación.

—Ve, date una ducha. Te espero aquí —dijo, sentándose en el borde de la cama.

Él la miró fijamente durante un segundo y luego entró en el baño.

Mientras escuchaba el sonido del agua cayendo, Celina respiró hondo. El olor de la habitación era limpio, diferente del caos que llevaba dentro.

Cuando él salió de la ducha, con el pelo mojado y una toalla enrollada en la cintura, Celina lo miró en silencio.

Guapo. Tan real.

Más real que todo lo que había dejado atrás esa noche.

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