SOMOS DOS CELOSOS

Salieron del orfanato tomados de la mano, con la luz del mediodía abriéndose paso entre las nubes. Lissandro caminaba con el ceño fruncido, la mandíbula apretada; sus pasos eran medidos, casi ceremoniales. Anna notó la tensión y apretó su mano hasta obligarlo a mirarla.

—Amor, ¿qué te pasa? —preguntó con voz dulce.

Él no contestó al instante; sus ojos todavía buscaban en la distancia la figura del doctor, el modo en que lo había mirado. Finalmente, se volvió hacia ella, la expresión se volvió más suave por un segundo.

—¿No viste cómo te miró? —dijo, con un hilo de voz que intentaba contener algo más frío.

—Sí lo vi —admitió Anna—, pero te amo a ti.

Eso fue todo lo que Lissandro necesitaba. Se giró por fin, decidido, y la condujo hacia el auto con paso firme. Al llegar, la sostuvo por la cintura con esa mezcla de propiedad y ternura que le pertenecía solo a él.

—Eres mía, Anna —musitó—. No me gusta que te miren así.

—Y a mí tampoco me gusta que te miren —respondió ella, mirando sus ojo
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